EXPERIMENTO.-
Veo pasar a los pobres a través de los barrotes de la ventana que da a la calle. Los detesto. Parecen animales salvajes deambulando de un lugar a otro. Sin sentido. Sin nada qué hacer. No dándose cuenta de que vagabundean dentro de su propio zoológico existencial. Desoyendo el cartel que yo mismo clavé en la pared: “no alimente a los pobres” me voy hasta la heladera de la cocina. Saco algunas masitas de confitería que quedaron de ayer. Dos botellas de champagne a medio tomar ya casi sin gas. Un asco total. Todos los sándwiches de pavita y otras menudencias. Coloco lo encontrado en una de esas bandejitas plásticas. Salgo al porche de la calle y salvajemente con poco orden, sin importarme una mierda que alguien me esté observando, escupo sobre la carnada de mi experimento. Dejo la bandeja en una punta y a unos dos metros de distancia un pequeño fajo de dinero en billetes de cien dólares. Vuelvo a ubicarme en mi sector de espectador. Las primeras en llegar son las moscas. Se alborotan. Chupan y babosean mediante su repugnante mecanismo de alimentación. Debido a la relación simbiótica que los une al insecto, no falta mucho para que los pobres comiencen a aparecer. De a manadas. De todos lados. Se abalanzan, tal cual como lo esperaba, sobre la comida. Ninguno agarra el dinero. Quizás no se dan cuenta de la cantidad de alimento que podrían comprarse con semejante suma. Los odio por ignorantes. Mastican como animales salvajes dentro de sus vidas de zoológico. Salgo de mi sitio de confort y regreso a la cocina. Lleno tres bandejas más. Escupo hasta quedarme sin moco ni saliva en mi tracto respiratorio. Salgo a la calle. Me guardo el dinero en el bolsillo. Antes de que sus olores me arruinen la ropa importada vuelvo a mi lugar de observancia. Los veo abrazarse. Besarse en los labios llenos de mugre. De microbios. De enfermedades. De comida a medio digerir. De amor. Determino que algo debe haber salido mal. Porque ellos están felices. Y yo no.