La intensidad no es siempre un atributo femenino. Los sueños imposibles, las revoluciones, los grandes cambios sociales o tecnológicos, la concreción de los sueños, exigen una considerable dosis de constancia, pasión, entusiasmo y dedicación casi exclusiva del flujo energético hacia el particular logro a obtener.
Cuando seguimos los intrincados, tediosos y rutinarios pasos de un descubrimiento científico innovador, muchas veces nos vemos admirados de la consecuencia frente los obstáculos, la renovada fuerza ante la decepción, la paciencia antepuesta al error. Incluso llegamos a imaginar nuestra intervención (de guardapolvo, guantes y anteojos) estrellando las cápsulas de Petri, masticando las pipetas, estrangulando al colaborador indolente y cavernícolamente pateando la botonera del osciloscopio, el espectrofotómetro o de cualquier otro delicado instrumento, ante el fracaso de lo que prístino y diáfano se nos despliega en la mente pero hallamos intraducible a la acción empírica.
En el amor, las mujeres somos las catalogadas como perversamente intensas, locamente desubicadas y portadoras de una ciclotimia inestable; si es que se permiten las hipérboles en estos tópicos.
Quien sabe, la anterior atribución pueda ser cierta, pero vaya en los tiempos del descreimiento, de la volubilidad de las creencias y la festejada decadencia de la incondicionalidad, una mirada comprensiva y nostalgiosa de otras épocas (que dudo hayan existido, pero su sola posibilidad genera un concreto sentimiento de tristeza por lo perdido) o hacia ciertas actitudes nacidas, tal vez, de ese enojo ante las inevitables pero devastadoras transformaciones del sentir.
Hace poco, inculpaban a una mujer de acosar noche y día a un antiguo pretendiente (antiguo en términos de lo rápido que transcurren los días en el mundo de la comunicación instantánea y las noticias clonadas por millones); estando ambos comprometidos con otras personas y una vez que la relación o proyecto de la misma había llegado a su fin. El denunciante ,objeto del acoso, anteponía quejas de incomodidades, peroratas interminables, horarios inconvenientes y acompañantes inocentes que sufrían las consecuencias de los desbordes.
Ahora bien, no habiendo reflexiones de la otra parte (solo tonos desquiciados y palabras distorsionadas por una garganta llorosa) uno, quien sabe, podría llegar a imaginar (con el aliciente de la propia experiencia, dirá algún detractor avieso) a un caballero apenas agradable a la vista, de maneras introspectivas, reflexivo en sus gestos, prometiendo con la contundencia del que carece de oratoria y la profundidad de quien reniega de las efusividades, la paciencia, la comprensión, la espera eterna y la devoción contra viento y marea; ofreciendo su único talento al alma intempestiva, la personalidad desbocada, los sentimientos atribulados y la voluntad captada por la desidia del desorden: la preciada incondicionalidad.
El bando querellante, molesto por la intranquilidad a la que sus días se ven sometidos, aducirá falta de pruebas y conclusiones ilusorias y falaces de una mente lejos de su sano juicio, pero nosotros sabemos que justamente en esa mesura, en aquel silencio, en el aplacamiento de las efusividades brota el gérmen de lo que se percibe como verdadero, de lo que se juzga invariable.
Entonces, cómo no oponerse, como no quejarse atávicamente, sin el decoro de la cultura, la moderación del cuidadano bien plantado, la hipocresía que nos preserva de la humillación, ante un juramento que atravesó escandalosamente tan solo el breve paso de los días para hallar su aniquilación; ante la peor cobardía del espíritu que es negar lo que brotó genuinamente de sus entrañas poco antes.
¿Qué es ante tamaña traición, semejante desengaño, la perturbación del sueño de algunas escasas noches, el fastidio de las ubicuas misivas recriminatorias, las visitas inoportunas y las lacerantes miradas persecutorias suspendidas en las paredes del supermercado, el estacionamiento o el club, esas llamadas que se cortan al instante de ser atendidas, los envíos no solicitados y los volantes equivocados asomando por debajo de la puerta con sugestivas iniciales?
A veces, esos desbordes, las protestas alucinadas de las mujeres intensas son expresiones de un afán de justicia, un clamor que no interpela al culpable individual sino a la misma condición mutante del sentimiento, y por qué no, a la ingenua confianza propia que a pesar de los golpes y las desazones, se empeña en no dejar de creer...