Leer una novela sobre la primera guerra mundial -que sigue siendo motivo de estudios y análisis y cuyas secuelas se hacen sentir hasta el presente- remite a los escritores que participaron de ella y vivieron para escribirla, tal el caso, entre otros: de Erich María Remarque, Hemingway, Jaroslav Hasek, Sigfried Sassoon, Saki o Ernst Jünger.
Con Pierre Lemaitre el proceso es inevitable, porque su obra está surcada por la de estos narradores combatientes, entre otros, como el autor detalla en su posfacio.
En el estudio de las fuentes literarias (Quellenforschung) en las cuales el autor abrevó y en las que cada lector puede armar según su propia biblioteca, nos puede dar infinitos afluentes y nuevos cursos de lectura; en mi caso, la nueva fuente fue la picaresca, puesto que si dos fantasmas recorrieron esta novela durante mi lectura -si bien no mencionados por el autor- fueron El Lazarillo de Tormes y El Buscón. Porque, Nos vemos allá arriba no trata específicamente sobre la primera guerra sino de los protagonistas sobrevivientes y de dos prácticas sociales que se iniciaron a poco de firmado el tratado de Versailles, por un lado: la "necesidad patriótica" de levantar, en cada barrio o municipio de todas las provincias francesas, monumentos conmemorativos a la guerra y los muertos por la patria. Por otro: la exhumación de los soldados enterrados en cualquier lugar durante la contienda -muchas veces ni siquiera eso, tapados con escombros por la explosión de obuses: escribí de un caso reciente en una nota Full Fathom Five-, sobre la identificación y entierro en una tumba en cementerios militares. Estas prácticas, "re entierro" de cadáveres y erigir monumentos, dan el material para la trama macabro picaresca de Nos vemos allá arriba.
Así, dos de los tres protagonistas centrales, los soldados: Albert Maillard -modesto empleado bancario- y Édouard Péricourt -hijo de un aristócrata millonario- son gravemente heridos días antes del armisticio, en un ataque sorpresa a principios de noviembre 1918. Esta innecesaria ofensiva es provocada por el tercer protagonista principal: el teniente Henri d'Aulnay-Pradelle, noble empobrecido y archivillano de manual; ambicioso sin límites, mujeriego, felón y asesino.
D'Aulnay-Pradelle tiene una avidez sobrenatural que lo dinamiza, por dinero -mucho- y el reconocimiento de su origen noble: "No era tan heroico, simplemente, se había convencido enseguida que no moriría allí. Tenía la certeza de que aquella guerra no iba a matarlo, sino que le ofrecería oportunidades". Es por eso que fragua, previo asesinar a dos soldados que envió como exploradores a las líneas enemigas, una ofensiva suicida contra las trincheras de los alemanes, los primeros sorprendidos por el ataque pues, al igual que los franceses, sabían que el armisticio era cuestión de días.
De resultas de este asalto, se refuerza la amistad de los heridos sobrevivientes: Albert y Édouard; por su parte, d'Aulnay Pradelle deviene héroe de guerra y "pacífico" hombre de negocios con más relaciones turbias que medallas. Sin embargo y pese al cambio de status de militares a civiles, Albert Maillard lo recordará, por su perverso carácter con un temor paralizante -que lo acosa a lo largo de la novela-: "Ese Pradelle emanaba algo que te dejaba helado, como el malvado Javert en Los miserables. En los infiernos seguro que había guardianes con esa cara".
Al final del frustrado ataque, Édouard termina horriblemente mutilado y deviene un gueule casée (cara rota), nombre con que fueron bautizados todos los que perdieron parte del rostro como consecuencia de las heridas recibidas. En el caso de Édouard, perdió toda la mandíbula inferior. Por esa razón le pide a Albert que lo ayude haciéndolo pasar por otro soldado muerto y asumir así la personalidad del sustituto, para desaparecer de la sociedad y, fundamentalmente, de su familia. Para cumplir con el deseo de su amigo, Albert manipula papeles y registros oficiales y logra que un desconocido sea enterrado con el nombre de Édouard Péricourt.
A continuación de esta "comedia de enredos", vueltos a la vida civil, los dos amigos se refugian en la casa de la buena señora Velmont, viuda de un ex combatiente, y de su hija de 11 años, la bella, pícara y levemente perversa Louise. Henri D'Aunay Pradelle se casa con la hermana de Édouard, Madeleine, y pasa a ser yerno del todopoderoso señor Péricourt, un escualo de las finanzas y la industria.
Mientras tanto, las privaciones y necesidades acosan a los dos veteranos, el gueule casée, Édouard, que antes de la guerra ya prometía ser un talentoso dibujante y escultor, tiene una idea salvadora, que al principio es rechazada por Albert: crear una empresa fantasma y vender proyectos de monumentos conmemorativos de la contienda, planos, bellos dibujos en perspectiva y costo de los materiales incluido; todo tipo, desde "monumentales" a simples bustos o esculturas alegóricas, a lo largo y ancho de Francia. El primer obstáculo, la falta de capital inicial, se supera cuando Albert es invitado a la casa de los Péricourt para que les hable, al padre y a la hermana, de su camarada, el "fallecido" Édouard ya enterrado en el panteón de la familia. Este encuentro tiene dos consecuencias para Albert: la primera una oferta de trabajo en su banco, por parte del escualo; la otra, conoce a la bella y tan apasionada como ambiciosa criada de los Péricourt, Pauline.
Todo este cosmos narrativo está habitado por una corte de los milagros de partiquinos y figurantes variopintos: aristócratas y financistas corruptos, cuyas prácticas de adulterio bordean el incesto; taxistas estafadores; mutilados de guerra; un impresor venal; un médico comprensivo que firma recetas para comprar morfina -a consecuencia de sus heridas Édouard se ha vuelto morfinómano-; un dealer griego que da pavor -tan malo es-; conserjes y botones de hoteles cinco estrellas devenidos en informantes y soplones; un oscuro funcionario desahuciado de su carrera que devendrá en un ángel justiciero con su espada flamígera; un sátiro notable del gobierno de la ciudad que elije a sus secretarias por sus nalgas y muslos, a las cuales, para hacerles el "control de calidad y mantenimiento", les pide que, Huis Clos, le alcancen documentos de altos estantes; secretarias complacientes que, a sabiendas de las debilidades del notable lascivo, van aligeradas de ropa interior, a la espera de la recompensa que sobrevendrá. Y, como hilo conductor de todo el relato y Deux ex machina, un protagonista tan omnipresente como omitido, el quevediano: "Y pues él rompe recatos / Y ablanda al juez más severo, / Poderoso Caballero / Es don Dinero".
En este momento las cosas comienzan a cambiar para los dos amigos, pues para el experimentado contable Albert hacer maniobras para quedarse con el dinero de los clientes del banco de Péricourt y transferirlo a otra cuenta a su nombre es más simple que explicarlo. Su idea original era "devolver el dinero luego que el negocio de la venta de proyectos de monumentos prosperase", la carne es débil. El plan de venta de monumentos, dicho sea de paso, tenía un límite en millones que fue rápidamente multiplicado; la ambición es fuerte.
Por su parte D'Aunay Pradelle, aprovechando los contactos políticos de su suegro gana una licitación multimillonaria para desenterrar a los muertos de los cementerios en campos de batalla, identificarlos, acomodar sus cuerpos en espartanos ataúdes militares y enterrarlos en cementerios especiales. En Henri, la desmesura y ambición tampoco tuvieron freno: los ataúdes terminaron, costos mediante, en modestos cofres de poco más de un metro y medio de longitud donde se acomodaban los "muertos por la patria", muchas veces incompletos, trozados, cuando no mezcla de varios cadáveres bajo un solo nombre.
El final -esperado a lo largo de casi 450 páginas, como en las buenas novelas de folletín- alcanza un clímax digno de las películas de la saga de Indiana Jones, es feliz para algunos de los menos villanos y otros, los más villanos, son castigados.
Una nota especial la merece la pequeña Louise, la hija de la viuda Belmont y compinche del gueule casée Édouard. En Louise -en sus miradas, palabras y fisgoneos- se puede encontrar el parentesco con otra perversita literaria -la Naná de La Taberna de Zola-. A la perturbadora Louise, Pierre Lemaitre, el autor, en las últimas páginas de Nos vemos allá arriba, "promete" -entre comillas ya que esta es una novela de estafadores- una probable vuelta en otra novela: "Louise no tendrá un destino especialmente relevante, al menos hasta que reaparezca, a comienzos de los años cuarenta".
Ella tiene 11 años. Me sumo a los que les encantaría verla, cuando la llegada de los nazis a París.