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daniloalberovergara 9/11/2017 03:00:07 a.m.
daniloalberovergara
La primavera muri en Guernica
Literatura latinoamericana, relatos, ensayos literarios
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Tags Danilo Albero Vergara relatos literatura latinoamericana escritores argentinos escritores latinoamericanos ensayos literarios narrativa argentina narradores latinoamericanos
 
Danilo Albero Vergara escritor argentino
 

“Señales son del juicio

ver que todos le perdemos;

unos por cartas de más,

otros por cartas de menos”

 

Lope de Vega

 

La Dorotea

 

 

La peor crisis de mi vida floreció como una granada madura. Yo era un infinito lienzo en blanco, estalló la guerra y Dora irrumpió como una inundación. Hasta ese momento, yo había sido un animal salvaje, un toro de lidia que arremete contra todo. Pero me había empezado a domesticar, y ya sentía el peso del yugo sobre la cabeza. Pronto, el buey manso estaría tirando del arado. No podía crear nada nuevo, nada que me gustase. Era algo extraño, no reconocía mi ojo ni el pulso, pero, cada línea que trazaba, cada mancha, cada toque de color, me parecía un calco, una mala copia de algo que ya había hecho. Dejaba de trabajar, entonces, en vez de la capa y el estoque, todos los días debía enfrentar al yugo, y eso me volvía loco. Tomé conciencia de que tenía cincuenta y cinco años; una revelación. Una mañana, mirando un caballete vacío y una paleta tirada en el piso, sentí vértigo. Fue abrir una ventana y encontrar con que ha pasado medio siglo. Ya he vivido más de la mitad de mi vida, pensé; más que eso, casi tres veces La temporada en el infierno de Rimbaud y casi el doble que Alejandro Magno, y me di cuenta de que sólo pensaba cosas obvias. Busqué una carbonilla y dibujé una ventana en la pared, a lo mejor ya la viví toda, reflexioné, y bien puedo morirme en este estado de mediocridad, o pasar lo que me queda tirando el arado; por la ventana entró una ráfaga de frustración. Me miraba en el espejo y veía que algunos cabellos se habían retirado, como la bajamar, dejando una playa desierta y llena de despojos inútiles. Reconocía la marca del yugo, empezaba a pintar y me copiaba a mí mismo día tras día, y ya era enero de nuevo. La ráfaga se había transformado en un cierzo helado y cortante que me aterraba. Además estaba Dora, en aquellos momentos no sabía si era una roca firme en el medio de una tempestad o una puñalada por la espalda. ¿No habré cambiado definitivamente, Dora? ¿Ya no seré aquello que atacaba cuando era joven? ¿Es así volverse viejo? Estábamos en medio de la hecatombe y no podía cifrar la realidad, era un analfabeto mirando la partitura de una gran sinfonía. Veía signos sin sentido donde debería leer sonidos, volúmenes y espacios orquestales. Y buscaba mis fusilamientos de mayo, mis Meninas, mi libertad guiándome por encima de las barricadas. Pero había perdido el camino a Damasco y trataba de levantarme entre las patas de un caballo encabritado. Me arrastraba entre sombras, de pronto, un hombre con un yelmo de oro rutilante se asomaba por detrás de un lienzo. Los fusilados de mayo reían a carcajadas. Crono me devoraba. Era abril y llevaba más de un año buscando. Yo no busco, encuentro, decía siempre, pero ahora no encontraba nada. Soy lo que hubiera criticado treinta años atrás, esto es la decadencia, Dora, o la muerte. Como hablarle a una estatua, sonreía como una esfinge y seguía sacando fotos, y yo, pintando mecánicamente.

Pero la muerte es otra, la real. Rabioso, me levanté entre las cenizas de la ciudad bombardeada, y recuperé mi indignación. Caminábamos por la calle y todo el mundo hablaba de lo mismo. ¿Qué sentido tenía hacer esto, Dora? Es un crimen absurdo, una masacre, esa gente no tuvo ninguna posibilidad de escapar. Iba a decir masacre de inocentes y me acordé del Guido, de la madre que el sicario de Herodes tira de los cabellos y me vino una punzada insoportable. Me hormigueaba la cara como si recibiera una descarga eléctrica y ese rayo en la nuca que me atravesó el cerebro y, estalló entre las cejas, me encegueció. Se asustó, nada, mi amor, no me pasa nada, sentémonos en un bar, me duele muchísimo la cabeza. Fue un parto terrible, y el camarero que no llegaba nunca, y todo el mundo hablando de lo mismo. Seguía con los ojos cerrados, las manos apretándome las sienes, la frente se me partía y esas explosiones entre las cejas me deslumbraron, la estaba viendo, yo estaba allí. Veía retazos, después un estallido me enceguecía, la noche se cerraba, la calma. Otra explosión, un golpe de luz, otra imagen; un poco de alivio. Nada mi amor, me sigue doliendo, eso es todo, lo encontré, sí, sí, ya me tomo el café y las aspirinas. Cuando creía que todo había pasado, venía otro trueno, el golpe entre las cejas me hacía pensar en el contrapeso que tienen las muñecas detrás de los ojos. Y Dora, mira que eres terco, todavía estás pálido y haciendo morisquetas, porfiado como buen español, y yo, en serio, mi amor, vámonos, cuando empiece a dibujar se me va a ir el dolor.

 

Movimientos ágiles, casi violentos, mirada obsesiva, piensa el oficial, mientras observa al hombre de cabellos canosos que reparte fotos del lienzo en blanco y negro a cada uno de sus visitantes. Mirada de cazador o de sátiro, ¿cuál es la diferencia?, piensa; el hombre ha vuelto a su rincón y continúa modelando una cabeza de mujer en arcilla.

Mientras sus compañeros recorren el estudio contemplando las pinturas, esculturas de figulina y bronce, y obras a medio terminar, el oficial examina atentamente su foto, que ya es famosa en algunos casinos de la guarnición de París. Poco a poco se le va develando el sentido de la historia que ya conoce. Distingue nueve figuras, tres son animales, un toro, una paloma y un caballo. Entre las otras seis, identifica cuatro mujeres, un niño y la estatua destrozada de un guerrero. No deja de tener lógica, piensa el oficial, sólo había población civil, los hombres estaban en el frente, por eso no aparecen en el cuadro. A la izquierda, una mujer grita con los brazos tendidos al cielo, mientras cae al vacío envuelta en llamas. Aunque es muy temprano, apenas las cuatro y media de la tarde de un lunes de primavera, la noche ha caído sobre el cuadro.

 

Volví a ser joven, arremetí buscando la capa roja con mis pitones sabiendo que, detrás de la muleta, el estoque no podría conmigo. Había encontrado mi camino a Damasco, volví a excitarme por la pintura, y no sólo por ella. Mayo, un mes enloquecido e inflamado se consumió, cuando terminó, ya tenía los bocetos listos. Embestí contra junio, Dora seguía con sus fotos, pero ahora se dedicaba al lienzo que yo estaba preparando, necesitaba que el cuadro fuese enorme como una hecatombe. Sí mi amor, me he enamorado de una mujer muy cruel que le gusta hacerme sufrir, yo creo que es una relación insana, ¿no te parece? Y seguía pintando aquel mural de lienzo. Al final, terminó siendo un montaje colectivo, todos querían verlo y no había otra solución: o los dejaba entrar o peleaba.

 

Antes de empezar con los retoques finales, se detiene y mira de reojo a los oficiales.

 

En estos tres años me he acostumbrado a trabajar rodeado de espectadores, pero el público ha cambiado. Todo ha cambiado, vertiginosamente. La vida, grabada por fechas, se ha vuelto un camino erizado de señales sin sentido, cada mojón es un hito que marca un acto de irracionalidad humana o la geografía del absurdo. Sí, la vida se ha transformado en un vagar por una carretera donde los carteles de tránsito indican los peligros pasados. Hace tres años, cuando terminé el cuadro, mi platea era otra. Era primavera, las muchachas llevaban vestidos de colores y los muchachos las cortejaban por las calles. En España florecía una guerra que había llegado hasta acá, pero no lo supimos ver, tampoco supimos ver que la primavera había muerto en las ruinas de esa ciudad bombardeada y de cuyo nombre no quiero olvidarme, y seguíamos bailando en la cubierta iluminada, mientras el barco se hundía en las aguas heladas. Pronto, yo sería un náufrago más en La balsa de la Medusa.

 

Como un golpe de viento, una mujer, con una lámpara en la mano, entra por una ventana. Mujer lucífera, estatua de la libertad, piensa el oficial, figuras distorsionadas para provocar una sensación de angustia; sangre enferma. Abajo, como un lamento interminable, otra mujer se arrastra entre los escombros mirando hacia el cielo. Arte decadente, Entartete Kunst, continúa reflexionando, no levantan arcos de triunfo ni cantan poemas heroicos, pintan su propia derrota. Esa mujer busca a dios y no sabe que dios ha muerto. Este pintor ve la vida a través de un vidrio defectuoso. No es la verdadera realidad y él lo sabe, porque desfigura las imágenes para representarla.

 

A finales de primavera estaba casi terminado el mural, pero algo no andaba, las figuras no encajaban. Pasé dos días dándole vueltas y no le encontraba la solución, los dibujos estaban como pegados uno al lado del otro. No había continuidad, era como ver un gran minué donde los bailarines no siguian el ritmo del bastonero. La orquesta y la danza no se daban, le faltaba música. Yo estaba rodeado de amigos y lo miraba, fumaba y pensaba, de nuevo aquel peso detrás de los ojos. Figuras sin sentido, pensé, me sentía como Miguel Angel delante del Moisés. Muévanse, quería gritar y ese contrapeso detrás de los ojos, me los apreté con los dedos de la mano izquierda y volví a ver los relámpagos. Negro, negro sobre negro y blanco, yo no busco, encuentro. Blanco, blanco sobre blanco y negro, como una llamarada, pero gris, como una sombra, pero blanca. Arranqué los papeles que todavía estaban pegados al cuadro, el vestido rosado de la mujer en llamas. Las figuras se empezaron a ensamblar y yo sentía, débil, la música. Muévanse. Unos pedacitos rojos en el cuello del niño muerto, la gran lágrima roja del toro. Estalló la melodía y vi, como un rompecabezas armado, mostrando otra realidad que las de sus piezas sueltas, lo que había visto aquella noche. Ellos empezaron a aplaudir, Dora me abrazó llorando, olé majo, me dijo en su español tan particular. Yo supe que, entre las patas de mi caballo, había visto el gran resplandor que iluminaba mi camino a Damasco. Era tan joven como cuando discutí con Matisse.

 

A la izquierda de la foto, entre las sombras, envuelta por un gran toro, una mujer llora con el cadáver de su hijo en brazos. Como una Pietà, piensa el oficial. Apela a la emotividad colocándose del lado del débil, deformado deliberadamente. Para eso debe matar los gestos triunfales de David, Napoleón que se corona emperador. Debe matar la heroica belleza de los cuerpos de Rubens, el gobierno de María de Medicis. Entartete Kunst. Anula la fuerza de la vida, la apología de la debilidad, asociada a lo deforme y lo feo; es derrotista. El mismo efecto que logra la cobardía, cuando se presenta como la voz de la razón al guerrero que vacila en combate. Arte de muertos.

 

Desde que terminé el cuadro no volví a pensar en Matisse. Estuve muy preocupado tratando de escapar del invierno hasta que me di cuenta, es imposible. Este año, cuando ellos estaban por llegar a París, no quise verlos desfilar triunfantes y partimos a Royan. Fui a buscar sus casas de la belle époque, el mar y la primavera. Los pescadores nocturnos, con lámparas amarillas, arponeaban peces blancos en el mar verde; y Dora, comiendo un helado de dos cucuruchos, los miraba desde el malecón apoyada en su bicicleta. También llegaron a Royan, no soporté ver tropas por la calle y resolví volver. Nos parecíamos a los refugiados que atoraban las carreteras con todos sus bienes a cuestas. El auto desbordaba de cuadros, apenas si entramos el chofer, Kazbeck y yo. Dora tuvo que volver en tren. Esta cabeza está casi lista -retrocede un par de metros, camina a su alrededor y la mira satisfecho y le da unos breves retoques con la esteca-. Cuando llegamos a París, pensé en dejar de pintar, pero vi que no era la solución. Por eso me vine definitivamente acá. El asesino vuelve al lugar del crimen, dirían estos oficiales si supieran. ¿Sabrán que ese cuadro fue pintado aquí? Listo, la cabeza está terminada -Dora lo mira con ojos de arcilla-, ahora debo vaciarla en bronce, si puedo encontrarlo. “Los alemanes van a fundir todas las estatuas y campanas de la ciudad”, dicen, “es para recuperar el bronce con fines militares”. La primera víctima de la guerra es la verdad. ¿Quién lo dijo? ¿Esquilo? La columna de la Vendôme, fundida con los mil doscientos cañones que Napoleón capturó en Austerlitz, como repetían los guías turísticos antes de la guerra, ¿volverá a ser cañones? El asesino vuelve al lugar del crimen, el bronce de la Vendôme al cañón y yo al mismo estudio. Cuando lo alquilé, hace tres años, para pintar el mural, no me imaginé que me iría a quedar tanto tiempo ni que sería tan frío en invierno. Compré una estufa, ahora tenemos racionamiento de combustible. La guerra transmuta todo al revés, el oro en plomo y la primavera en invierno. Pero quedan los cafés, allí hay calor y se puede conversar con los amigos. Los alemanes deben pensar que soy un español loco, les conté; que sea pintor, pueden tener algunas dudas. Se enteraron que necesito combustible y fueron con un camión a ofrecerme. ¿Saben qué les contesté?, les dije todo altivo “un español nunca está con frío”; estuve bien coño. ¿O no? Y los mandé de vuelta con su querosén. Ya encontré un buen lugar donde trabajar cuando estoy solo, el baño; el único sitio cálido en esos galpones. Salud, a la salud del loco pueblo español. Cuando algunos oficiales empezaron a visitarme, yo me acostumbré definitivamente al frío. “Quería conocer al famoso pintor de cuando París era París, danke schön”, me dijo uno de ellos. París ya no es una fiesta permanente, hay pocas cosas para ver y vienen acá. Son ilusos, pensaron que nada cambiaría con su llegada. Ellos están locos, no yo.

 

Debajo de un sol que es una lámpara, también un ojo, un caballo relincha despavorido. Entre sus patas yace la estatua destrozada de un guerrero. Mientras piensa en el efecto que debe causar ver ese enorme cuadro al natural, el oficial vuelve a observar la foto con cuidado. Al lado de la espada rota del guerrero, crece una flor.

 

Da vueltas alrededor de la cabeza apreciándola desde distintos ángulos. Pese a las visitas, está contento, Kazbeck se da cuenta y viene a echarse a sus pies. Juguetea, mueve la cola y busca una caricia. A veces me pregunto si este perro no tendrá más sensibilidad que muchos de ellos, ¿entenderán algo? “Entartete Kunst, arte degenerado”, me enrostrarán. Como decían cuando paseaban libros y obras de arte requisados delante del populacho, como los romanos a los jefes bárbaros vencidos. Para luego quemar todo en fogatas wagnerianas. “Entartete Kunst, arte degenerado”, me dirán. Entonces, yo les contaré lo que le respondí a Matisse cuando tenía veinte años. “La pintura debe procurar el goce de los sentidos”, dicen que dijo, para que yo me enterara, cuando vio Las chicas de Avignon. Viejo pedante, bueno no tan viejo, me lleva sólo doce años. Me agitó la capa roja y yo, escarbando la arena con mis patas, tensé los músculos, bajé la cabeza y le busqué el cuerpo con mis pitones. “El artista trabaja sobre sí mismo y sobre su tiempo”, dije para que le dijeran, “trabaja para dar claridad a su conciencia y a la de sus contemporáneos de sí mismo y de su tiempo”. El arte es una forma de análisis que debe inquietar al espectador, no “procurarle el goce de los sentidos”. Se había equivocado de siglo, Matisse.

 

Se agacha y, sin quitar los ojos de la cabeza de arcilla, comienza a jugar con las orejas de Kazbeck. Mira al oficial, que todavía mira la foto y percibe, en ese momento, que la luminosidad del cuadro no es de las lámparas sino la luz que irradian los cuerpos. Por un momento, el oficial imagina el rugir de los motores y el estruendo de las bombas, los gritos de las víctimas y el polvo levantado por las explosiones que lo sofoca. Arriba, con aullidos de sirenas y su perfil de ave de rapiña, los Stuka, sus Stuka, se descuelgan sobre la ciudad y sobre él para arrojar las bombas; levanta los ojos de la foto y busca al pintor, que arrodillado junto a su perro, lo mira como si fuera transparente. El oficial duda si preguntarle algo. Pero el pintor, que ahora evoca cierto óleo de Caravaggio, sin dejar de acariciar a su Setter pelirrojo, ha vuelto su atención a la imagen de arcilla.

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