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MariaClaudiaOtsubo 7/2/2018 01:42:51 a.m.
MariaClaudiaOtsubo
ALAS AZULES
Maria Claudia Otsubo escritora argentina
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Tags literatura Mara Claudia Otsubo escritoras argentinas escritoras latinoamericanas relatos poesa literatura latinoamericana narrativa argentina
 
 

Los primeros segundos de la mañana eran los peores, enseguida aparecía el dolor; antes de que hiciera efecto el calmante, el dolor era siempre inevitable.

Entonces trataba de no desperdiciar las pocas energías en lamentarse y con resignación se ocupaba de tomar sus remedios. Los sacaba de una cajita plástica donde los guardaba rotulados con su nombre y el horario correspondiente.

Las primeras pastillas del día eran las que lo aliviaban, así que empezaba con ellas mientras, como de costumbre, se quedaba recostado mirando el techo, siguiendo la línea de la raja que bajaba sinuosa por la pared, dejando correr los minutos hasta que alguna parte de su cerebro le indicara que se sentía mejor. Por un instante, antes de levantarse del todo, disfrutaba de esa ausencia momentánea de sufrimiento.

Después entraba al baño tratando de controlar el asombro que, a diario y sin poder evitarlo, le provocaba enfrentar su propia imagen desnuda en el espejo.

No era fácil mirarse, tal vez porque hasta sus ojos ya eran otros, de un color tan incierto como el tono verdoso que coloreaba sus mejillas; tal vez porque la boca apenas podía sostenerse en la fragilidad de la cara, y porque del cuello enflaquecido le apuntaba con insolencia la protuberancia de Adán.

No obstante eso, no podía dejar de mirar su pecho esmirriado, las costillas expuestas y los brazos que como péndulos morían en las uñas amarillentas. Continuaba con la curva lastimosa de su bajo vientre, el surco de su pelvis y con compasión moría en su miembro fláccido, tan patético entre las piernas que a su vez habían involucionado hasta asemejarse a las de un raquítico muchacho.

Rutinariamente, abrió los espejos laterales del botiquín que reflejaban por partida doble la totalidad de su espalda. Bajo las clavículas, cercanas a la columna, fue entonces que descubrió las dos manchas. Pequeñas, casi idénticas y tan perfectas en su semejanza, parecían un calco una de otra como si en el transcurso de la noche, su cuerpo al modo de una hoja de papel se hubiera doblado y desdoblado sobre sí mismo logrando imprimir sobre la piel esas formas extrañas.

De color azulado y de bordes redondeados, constató antes de apartar los ojos con la ilusión de que así pudieran desaparecer. Como si quisiera quitárselas de encima, movió con esfuerzo ambos brazos hacia arriba y luego hacia abajo, aunque sin ningún resultado. Incluso se metió bajo la ducha dejando correr el agua sobre la espalda un buen rato, pero nada alteró las manchas. La cuestión lo preocupó el resto de la mañana hasta que, por fin, después del almuerzo, llamó al médico.

Le dieron un turno para esa misma tarde. Después de tantos meses, cuando todo parecía estar mejor y el dolor era lo peor que le estaba sucediendo, creía no tener fuerzas para aceptar nuevos males.

Cuando llego el momento de la cita, estaba nervioso.

Casi sin palabras se desvistió y se tendió boca abajo sobre la camilla del consultorio.

Trató de no pensar en nada, los ojos fijos en las baldosas blancas del piso mientras sentía los dedos que lo inspeccionaban. Ni siquiera lograban distraerlo las puntas de los zapatos negros que se acercaban y alejaban de la camilla. De pronto, escuchó la orden de que ya podía vestirse.

Al incorporarse, el médico se lavaba las manos en la pileta pequeña y, sin mirarlo, le hablaba de unas placas y repetía algo así como evolución; al mismo tiempo le recomendaba que no se asustara. Y él imaginó que no le hablaba a su persona, si no a otro, tal vez al fantasma que aún permanecía en la camilla.

¿Qué no me asustara?, recordó durante el regreso dentro del taxi o ¿qué no me asuste? Una diferencia en el condicional es importante, se dijo mientras entraba a su casa.

Las mismas palabras lo acompañaron al caer la tarde y se tendieron junto a él, cuando le llegó el momento de acostarse.

Esa noche durmió mal. Bañado en sudor y sediento, tuvo calor y tuvo frío; espasmos de fiebre lo hicieron delirar y varias veces se despertó para volver a caer enseguida en el mismo sopor intolerable.

Cuando llegó la mañana, los segundos diarios y acostumbrados del alivio se le extraviaron bajo un peso nuevo que se localizaba en la espalda, en aquel lugar donde había encontrado las manchas. Con los dedos temblorosos, y antes de levantarse, organizó sus pastillas para intentar tomarlas.

Cuando por fin pudo ponerse de pie, sintió que algo le rozaba ambos hombros y vencía sus brazos de por sí débiles. Casi arrastrándose, llegó hasta el baño y se plantó frente al espejo.

A cada lado de su cuerpo sobresalían, agitándose con suavidad, dos alas azules.

Las miró, tan incrédulo como igual de embelesado.

Las acarició primero y luego se animó a tocarlas, mientras fue retrocediendo para descubrir, desde esa perspectiva más completa, cómo las alas se estiraban hacia ambos lados, y cómo se plegaban y desplegaban al ritmo de su respiración.

Regresó al cuarto. El descubrimiento le había provocado admiración y por primera vez se sentía, sin saber definirlo muy bien, libre. Se detuvo frente a la ventana abierta. Las alas entonces se iluminaron de luz y vibraron expectantes, desdoblándose anchas como un pájaro ante el roce del viento.

Tomando cada una de las puntas las atrajo y las dobló sobre su pecho.

El abrigo de las plumas suaves le provocó una sensación de plenitud como nunca antes había experimentado.

Luego de unos minutos las soltó y las alas volvieron a extenderse.

Entonces las dejó hacer.

Como un pájaro en esa nueva realidad, sin límites.

 

 

 

 


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