Ese mediodía, Carmen volvió de dar clases y encontró a Horacio preparando papas fritas. Cuando lo saludó, vio que la hornalla estaba al máximo. Como buena hija de españoles le dijo que no convenía freírlas con el fuego tan alto desde el principio, sino que debía hacerlo en dos tiempos, primero marcando las papas con poca llama, para que se cocinen adentro y después dándoles el dorado final con todo el fuego.
Él, fastidiado, giró la perilla de la hornalla y luego le ofreció un mate.
—¿Cómo te fue en la entrevista? –preguntó Carmen mientras tomaba el primer sorbo.
—Mal.
—¿Te recibió?
—Sí, es una empresa que importa motos, pero necesitan alguien con manejo de inglés fluido, estoy jodido por ahora.
—Estudiá… Sos inteligente y no hay apuro.
—Sí, pero vos bancás todo vieja. Entre las horas ordinarias y las suplencias, te pasás el día de un lado para el otro dando clases.
—En casa pienso pavadas todo el día y me vuelvo loca. Si hubieses escuchado los consejos hoy serías profesor de inglés; sabés cuántas veces te lo dije.
—Vieja, no me tortures con el inglés, hoy ya me castigué solo. Además el “te lo dije” hay que prohibirlo, destruye todo tipo de relaciones. Decir “te lo dije” suena como una declaración de guerra. ¿Por qué decís siempre “te lo dije”?
—¿Estás peleando conmigo o con tu ex novia la flaquita? —contestó Carmen, furiosa.
—¿Qué tiene que ver Noemí con esto? ¿Además, por qué le decís “la flaquita”? A la otra le decías “la gordita” y a la primera que tuve, “la enanita”. Usás el diminutivo para desvalorizar en lugar de hacerlo de forma afectuosa.
—Porque te escuché decirle lo mismo muchas veces a Noemí.
—Lo aprendí del viejo, así empezaban las discusiones entre vos y papá.
—¡No lo metas a tu padre en esto!, ¡me escuchaste!
—Disculpá vieja, no te pongas mal… ¿Pero qué tenías con la flaquita, que te sigue molestando?
—No me gustaba.
—Ninguna te gusta, siempre que salgo en serio con una chica le ves solo los defectos.
—Noemí era una buena persona, pero estaba apurada y quería armar el nido. Vos ni tenías hecho el primer año de facultad. Mirá que las mujeres algo entendemos. Además, si te peleaste con ella no me lo achaques a mí. ¿O vos querías casarte y tener hijos a los veinte? Esa chica estaba fuera de la realidad.
—Vieja, hoy es un día particular, me están pasando cosas terribles y maravillosas al mismo tiempo.
—¿Qué te pasó de maravilloso?
Horacio no quiso hablar de Helena y contestó esquivamente:
—Gracias a vos aprendí a hacer las papas fritas bastón, aunque algunas se me quemaron.
Horacio las retiró con una espumadera y las apoyó sobre un plato decorado que tenía un pedazo de papel blanco para que perdieran el aceite. Luego volvió a sentarse frente a su madre. Estaban en silencio, tristes y en silencio. Ella, pensando en su marido y él, en la flaquita Noemí.
—Cuando salí de la entrevista fui caminando hasta Jonte y Lope de Vega, paré para comer una porción en El Fortín y me encontré con Perfecto. ¿Te acordás de él? —habló finalmente Horacio.
—Sí, era amigo de tu padre.
—Me ofreció trabajar los fines de semana en la pizzería, me puedo ganar unos pesos hasta que salga algo mejor.
—Andá a estudiar, hijo. ¡Me querés decir qué tenés que hacer vos en una pizzería! ¡Eso es para gente sin estudios!
—¿Qué importa? Me gano unos mangos cuatro días a la semana y tengo tiempo libre para estudiar.
—Estudiá inglés.
—No entendés nada, vieja.
—¿Te parece? Yo creo que el que no entiende nada sos vos.
En ese instante llegó Florencia del colegio. La discusión quedó suspendida, pero empezó otra entre hermanos por el dominio del plato de papas fritas. Florencia quiso agarrar algunas y Horacio reaccionó.
—¡Si querés papas fritas, hacete!
—Cuando yo hago son para todos, lo tuyo es egoísmo puro. Además están quemadas, sos medio idiota.
—Sí, pero las como con la boca cerrada, no como vos que mostrás la comida cuando masticás.
—¡Pará con tu hermana! —intervino Carmen.
—Que ella cierre la boca.
—Tu hermana respira mal, no la mortifiques.
—Ella me insulta.
—Vos la provocás, si tenés bronca porque no sabés inglés no te descargues con ella, dejala comer.
Sonó el timbre y Florencia fue a abrir. Era Aníbal, el padre de Carmen; casi todos los días llevaba un pan negro amasado por él.
—¿Qué tal? ¿Cómo anda hoy la familia? ¿Me perdí de algo? —preguntó cuando percibió que el ambiente en la cocina.
—Abuelo, voy a trabajar en la pizzería El Fortín, vamos a ser dos lo que horneamos en esta familia —respondió Horacio.
—Me parece muy bien… el anarquismo triunfa en todo el mundo. Se cayó el comunismo, ahora se cae a pedazos el capitalismo. El Estado no funciona bajo ningún signo ideológico, porque la idea del Estado está equivocada. Ninguno, ni el de acá, ni el de Rusia, ni el de Estados Unidos, ni el de China. Ahora los griegos se van a comer las piedras, y los españoles nos pedirán de nuevo que les mandemos papas, como en la época de Perón. El Estado no garantiza salud, vivienda, seguridad ni educación, es una entelequia que esconde bandas de facciones y jaurías luchando para rapiñar lo que es de todos. El anarquismo por fin triunfa y la prueba es que todo se deshace. ¡Hornear pan está bien porque lo único que está vivo y funciona es la solidaridad entre las personas!
—Papá, no te ofendas, pero los chicos tienen que estudiar y prepararse para el futuro —Carmen estaba aún más enojada—. Hoy Horacio perdió una buena oportunidad de trabajo porque no sabe inglés, entonces mientras charlábamos sobre eso, llegás y decís que el mundo va a explotar y que hay que ser anarquista. Yo no lo juzgo ni quiero volver a discutir esas raras ideas tuyas que escucho desde que tengo uso de razón. ¿Qué proponés? ¿Que pongamos una panadería? Yo doy clases en tres escuelas y quiero que estudien, no que vendan pizza. Porque algún día yo tampoco voy a estar…
A Carmen se le nublaron los ojos. Florencia la tomó del brazo. El abuelo, nervioso, se paró, buscó un cuchillo y cortó el pan. Le temblaban las manos. Comieron en silencio, las papas fritas y milanesas frías del día anterior.
—Yo no tengo una panadería, porque el pan lo regalo. Lo envuelvo en papel para que no se llene de hongos y se lo llevo a gente que vive en la calle o a personas del barrio a quienes no les alcanza la jubilación. Carmen, es bueno que los chicos estudien y se preparen para el futuro, pero también que sean anarquistas, porque el Estado es una mentira, no existe más, y lo único que queda somos las personas y lo que sentimos… Tenemos que vivir con nuestras fuerzas, ayudándonos unos a otros. Cuando yo era chico las personas conversaban en la vereda. Ahora tienen miedo y no salen, miran televisión todo el día —dijo Aníbal después de comer.
—Disculpame, papá, con todo respeto por lo que hacés por la gente, trato con todas mis fuerzas de volver a creer y de que ellos también lo hagan, de enfrentar la realidad de la mejor manera posible; porque después de lo que nos sucedió, me dan ganas de irse a la mierda de este país. Y llegás vos, con tu discurso anacrónico, tirando mala onda contra todo lo que existe. Pero si dejamos las instituciones y el Estado a los mafiosos, hay que irse de acá en serio. Los asesinos de Raúl andan sueltos… ¡Por qué no me ayudás, entonces, a convencer a tu nieto para que estudie en vez de perder el tiempo!
Carmen se paró y se dirigió a su cuarto. Todos se dispersaron. Los chicos corrieron cada uno a su habitación y el abuelo, arrepentido, saludó y se fue. Salió de la casa y caminó despacio por Olivera hasta el Parque Avellaneda, donde se sentó en un banco de granito gris cerca de la calesita y, pensando en su esposa y en cuando ambos eran jóvenes, se adormeció acariciado por los rayos del sol.