Sólo se callaron cuando el viento comenzó a soplar con fuerza levantando con estruendo las hojas que habían caído sobre la vereda desde temprano. Entonces los dos tuvieron que poner una mano sobre los ojos para no lastimarse con el remolino que hacía el polvo ante sus caras. Y cada brazo sostuvo la mano que ocultó la mirada, como un escudo fabricado para ese instante en que dejaron de hablarse.
El rumor intenso del temporal silenció el eco de las palabras y todas las razones, las propias y obstinadas razones que los habían enfrentado en esa calle. Comenzó a envolverlos el viento, el polvo les fue haciendo una mueca a los costados de los labios. Pronto les costaría despegar las comisuras y las lenguas serían como lijas entre los dientes. Las bocas quedarían secas por la ausencia de la voz.
Permanecieron ahí, sin embargo.
Manteniendo los brazos levantados a la altura de los ojos mientras el viento seguía aullando a su alrededor. El viento enarbolaba como cintas el grupo de hojas, los papeles, achicando el círculo en el que habían quedado atrapados los cuerpos inmóviles. Comenzaron a sentir la presión que las ráfagas hacían en sus piernas, anudando los pantalones a los tobillos; la mano libre no alcanzaba a sostener las puntas de los sacos y éstos se erizaban como queriendo despegarse de esas figuras yertas que resistían en medio de la tempestad. El frio se les instaló en el pecho.
Los refugios estaban ahí, a pocos metros, pero ninguno intentó dar el primer paso para salir de ese lugar. Y se quedaron de pie sobre el asfalto como sobre un mar embravecido intentando amarrarse los abrigos, velas henchidas que hacía agitarse a la deriva.
Cuanto durara el temporal sería el tiempo del silencio. A mayor violencia del viento, aumentaría la rigidez de los cuerpos. El polvo se les metería por las hendiduras y los poros. Les secaría los labrios, quemaría las fosas nasales. Poco les faltaba para extraviar los pies en el tumulto de hojas que se les había pegado a los zapatos.
En un momento, los brazos en alto hicieron una comba sobre los ojos para constatar el estado de esos otros que los enfrentaba; el escaso brillo de las miradas se y el ardor de ambos lagrimales. No quedaban ya restos del fuego que les había chispeado en las pupilas. Eran tan solo dos pares de ojos enrojecidos y débiles que atisbaban con horror el otro cuerpo atormentado, la angustia de la misma flagelación. Dos estatuas de sal.
El temporal prolongó el instante hasta arrancar el último pensamiento, el último recuerdo que los había puesto frente a frente.
Se perdió la memoria y solo el instinto los mantuvo en pie.
Fue sin voluntad propia que originó entonces el siguiente movimiento, el de la mano de uno en la búsqueda del otro, y ese otro en la misma dirección, en un intento de ambos de aferrarse a algo, quizás una certeza, antes de que el olvido los terminara de barrer por completo.
Nos pareció que el temporal se acrecentaba y por las dudas corrimos a cerrar los postigos de la casa. Mientras estirábamos el cuerpo para alcanzar la hoja de madera, vimos cómo en la calle, el viento levantaba, con toda su fuerza, dos ramas secas, amarrándolas en el aire, antes de partirlas en mil pedazos.
Diminutos fragmentos cayeron del cielo hasta convertirse en un extraño polvo blanco sobre la vereda.