En esencia, todos nosotros sabemos, hasta cierto punto, qué son las sillas salvaescaleras. Puede que sobre todo las conozcamos de vista, porque, sea en la vida real, sea en una película, hemos visto a una persona con movilidad reducida usándola en su propia casa de dos plantas para desplazarse verticalmente de un piso a otro. No obstante, más probable que eso es que hayamos visto alguna en la entrada de nuestro edificio, en nuestro bloque de pisos, normalmente sorteando las dos o tres escalerillas, tal vez más, que llegan hasta el ascensor, al menos en caso de haberlo.
Pero sin duda no hemos reparado en ella de manera consciente, probablemente la hayamos tratado como un elemento irrelevante del entorno. Eso es un privilegio. Si tuviéramos que desplazarnos a diario en silla de ruedas, si necesitáramos bastón para andar, las salvaescaleras serían algo más que una cosa extra que vemos cada vez que salimos a casa y volvemos. Serían todo un alivio. Por eso, si las sillas se estropean y necesitan reparación, es el colectivo de personas con movilidad reducida que viva en el edificio, personas mayores, gente con afecciones de columna, etc., quien notaría el descenso de su calidad de vida.
Nosotros, como vecinos, como personas en general, solo podemos ser cada vez más conscientes de esa situación y entrenar la empatía. Porque será en cierto modo la ayuda de todos y todas los/as vecinos/as quienes conseguirán que un recurso de desplazamiento tan fundamental, sean salvaescaleras en Madrid o en cualquier edificio de cualquier otra ciudad de España, obtenga la importancia y la prioridad de mantenimiento que merece.
Eso, o la propia instalación de una. Porque lamentablemente para muchos edificios sigue sin ser una necesidad básica, lo que dice mucho de cómo funciona una sociedad en la que el asunto de la accesibilidad, incluso leyes oficiales del Estado mediante, sigue siendo deficiente. Esa percepción, y por lo tanto esa inevitable discriminación hacia las personas con dificultades de movilidad, solo cambiará con una sólida conciencia social. A fin de cuentas, la pandemia ha demostrado que, cuando queremos, podemos cambiar nuestros hábitos.