Un querido amigo, fallecido, me dijo en cierta oportunidad que en toda novela o cuento, se oculta un fragmento de la vida de su autor, a lo cual le respondí que, muchas obras también ocultan fragmentos de otra. Con este diálogo retomábamos una reflexión de veintiún siglos, porque volvimos sobre las palabras de poeta Horacio -cuando refirió a narrar o poetizar-: “Hablarás perfectamente si, parco y precavido en escoger las palabras, transformas con una construcción ingeniosa una palabra conocida en otra nueva”.
Poetas, dramaturgos y narradores, usan guijos de otras historias en su trama -de la misma manera que innumerables construcciones antiguas se hicieron aprovechando estructuras ya existentes o despojos de las mismas-; esto se extienden a los libros que albergan obras literarias. No es inusual encontrar, hojeando un volumen leído hace añares, alguna foto, recorte de diario, boleto o esquela olvidada; fragmentos relacionados con el acto en guardarlos al momento de la lectura, pero cuya circunstancia no siempre podemos recordar.
A veces, es posible rastrear antecedentes de un texto o película -menciones a una conversación de Ulises y Menelao en Odisea afloran en el soneto “Proteo” de Borges-; pero, no siempre es factible rastrear antecedentes. Sumar lecturas o películas amplía la red de referencias en una lectura o relectura, que ahora pasaría a ser un trabajo detectivesco digno de una novela. La paternidad de Homero en Eneida no fue disimulada por Virgilio sino, más bien, exaltada como modelo a seguir y una fórmula consagratoria; ambos casos tratan de autores fundantes de la literatura occidental. Si Eneas sigue los pasos de Ulises en su descenso al Hades, será Virgilio quien guiará a Dante en su descenso al infierno y, nuevamente, será Homero quien mapee el camino que, veintiocho siglos después, seguirá Joyce en su Ulysses. En el cine esta técnica ya es parte de una estética, ahora llamada remake, que prohija dos estrategias narrativas: secuelas, contar los hechos posteriores a un relato; y precuelas, los anteriores. Un proverbio italiano advierte de estas prácticas: “Cane non mangia cane, dice il dettato, ma i letterato mangia il letterato”; y Cervantes sentó un precedentes en dos textos: el primero en El retablo de las maravillas por aquello de “…los poetas son ladrones unos de otros…”
Dos relatos de Hemingway abren un abanico de historias ocultas y reescrituras: “Cincuenta de a mil” y “Los asesinos”. La historia del segundo es conocida, dos asesinos a sueldo, Al y Max, llegan al bar de un pueblo insignificante encierran al personal y a Nick Adams, a la espera de un parroquiano que suele acudir a esa hora, Ole Andreson, "el sueco". Uno de los asesinos aclara “no es nada personal, solo para hacerle un favor a un amigo”. Pasado cierto tiempo “el sueco” no llega y los asesinos se van. Cuando Nick va a la pensión de Ole para avisarle que lo buscan y que escape, este, que está acostado, dice “me metí donde no debía”, da vuelta en la cama y queda mirando la pared. La solución de la historia oculta de este relato intrigó a narradores y cineastas, entre otros a Borges quien escribirá “La espera”. También a dos directores de cine que hicieron su propia interpretación: Robert Siodmark con The Killers (1946) y Don Siegel, con el mismo título (1964). En las dos versiones fílmicas el arranque es in extrema res, los asesinos matan a Ole Andreson y la trama busca las razones que llevan a los asesinos a matarlo, otro tanto ocurre en “La espera”.
El cuento “The Killers, fue publicado por primera vez en Scribner’s Magazine en 1927 pero, como es usual en Hemingway, relatos posteriores o anteriores pueden dar una pista de la historia que oculta algún cuento. Esta pista de la búsqueda de Max y Al podría ser otro relato: “Cincuenta de a mil” (Fifty Grand), publicado meses después en The Atlantic Monthly. Ahora trata de, Jack, un boxeador negro en el declive de su carrera que peleará con alguien, en ascenso -y favorito en las apuestas-, Walcott, del cual Jack dice: “creo que es danés”. El proyecto de Jack es llegar hasta el final, porque sabe que no puede ganar, pero no quiere que lo noqueen y así perder por puntos; además, apostó cincuenta mil dólares en contra de sí mismo; los cobrará cuando pierda. El proyecto de Jack da un giro y ve desvanecerse su ganancia cuando, en el penúltimo round, Walcott, le da un golpe bajo con lo cual debería quedar descalificado y perder la pelea. El arreglo mafioso de Walcott es evidente, pero Jack, con un gran esfuerzo, se levanta, le dice que el golpe fue accidental y la pelea continúa. En el último round, tambaleante sale a pelear y lo llama a Walcott, que no sabe qué hacer porque su plan se ha desbaratado, Jack lo incita a la pelea y ahora lo llama: “¡vení polaco hijo de puta!”, para devolverle, y de manera ostensible un golpe bajo, con lo cual queda descalificado y Walcott es ganador. ¿Ole Andreson, no será Walcott que huye de la mafia?
En El hombre que ríe de Víctor Hugo (1869) -ambientada en Inglaterra de principios del siglo XVIII bajo el mandato de la reina Ana- asistimos a una pelea entre Helmsgail, un ágil y fuerte boxeador escocés de diecinueve años, y Phelem-ghe-madone de cuarenta, un púgil escocés en decadencia pero de una fuerza extraordinaria. Se repite la situación del golpe bajo, sólo que ahora Phelem-ghe-madone lo reconoce pero pide que la pelea continúe a cambio de su derecho a devolverlo. Víctor Hugo y Hemingway relatan, a su manera, dos versiones del mismo golpe bajo.
Volviendo a Eneida, en el “Canto V”, en los juegos fúnebres Anquises, padre de Eneas, se enfrentan Dares, un joven púgil troyano, y Entelo, frigio, un boxeador retirado pero al que incitan a que acepte el duelo. Dares logró derribar a Entelo, pero éste se levanta y retoma la pelea hasta vencerlo. Para dar una prueba de los restos de su vigor después de la pelea, Entelo se acercó al toro que le otorgaban como premio de la victoria y, de un puñetazo en el cráneo lo mata.
A los boxeadores Jack y Walcott; Helmsgail y Phelem-ghe-madone; Entelo y Dares, los identifican diferencia generacional y nacionalidad. En las tres peleas experiencia y astucia priman sobre juventud. Veinte siglos separan a los tres relatos, aunque no es fácil seguirles la huella.
Al final de El viaje del Parnaso, el Manco de Lepanto, nos da jurisprudencia a la hora de ocultar historias: “Advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y lo encajare entre los suyos, como no sea el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco”.
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