Hay dos destrezas físicas que puedo precisar la ocasión, pero no la fecha exacta, en que fui consciente de dominarlas.
Aprendí a nadar un verano cuando tenía seis años. Uno de los embarcaderos del Club de Regatas tenía una escalera que permitía acceder al lago y yo merodeaba, con ella al alcance de la mano braceando para mantenerme a flote -creo que no he dejado de hacerlo hasta el día de la fecha- hasta que fui capaz de alejarme, adentrarme en el lago y volver. Luego, mirando a los nadadores de competición en la piscina, empecé a imitar sus movimientos hasta que desarrollé los estilos crawl, pecho y espalda de manera “razonable”. Las comillas porque mis estilos “razonables” estaban llenos de vicios que, hace una década, cuando empecé a tomar clases de natación con una profesora, llevó meses eliminar; con ella aprendí el temible estilo mariposa que, hasta ese momento, había sido esquivo. Desistí de aprender la “vuelta americana”.
A patinar con patines on line empecé directo con un profesor y, más por terquedad que por prudencia, de entrada le quité los frenos a los patines para acostumbrarme a hacerlo como los diestros. No fue fácil, no recuerdo la cantidad de veces que el suelo se escurrió bajo mis pies -creo que no he parado de hacerlo desde el día en que nací- inclusive cuando ya era avezado. En ambos casos el aprendizaje con docentes fue acompañado por la lectura de bibliografía especializada, compras que aportaron tomos a mi biblioteca, pródigos en fotos que me han costado un ojo de la cara -¿por qué cuando algo nos sale caro nos cuesta “un ojo de la cara” y no un ojo a secas o un riñón?-; en compensación, las veces que he comentado competencias de natación o partidos de hockey vistos por televisión, mi erudición sobre estos deportes, ha acertado varios plenos en la ruleta de la vida.
Todas estas disquisiciones me acudieron en los viajes de ida y vuelta cuando fui a visitar a mi hermano el fin de semana, cuarenta minutos de ida y otro tanto de vuelta viendo el paisaje urbano circular por la ventanilla, como una película muda o un satori, en los dos significados del término.
El primero, la conciencia de que, desde nuestro presente puntual, se abren, a la manera de vórtices, pasado y futuro, como si fueran dos embudos unidos por la parte más estrecha, que sería el momento y la circunstancia que estamos viviendo. Por eso, en esos viajes procuro dos perspectivas, a la ida elijo un asiento en la dirección de marcha del ómnibus, anticipando el encuentro con mi hermano, cuñada y las mellizas; a la vuelta, un asiento opuesto a la dirección de marcha, deshaciendo el camino de ida y evocando los momentos de la visita, parte del pasado que se aleja a medida que el ómnibus se acerca a la parada donde deberé bajar.
De la misma manera, de mis experiencias de las clases de natación, en la piscina del Club Armenio, no puedo menos que recordar grupos de jovencitas, ya con formas, y jovencitos algo descerebrados que jugaban, como si fueran niños, empujándose a la pileta, intentando hundir al otro -por lo general del sexo opuesto- y ver que las relaciones y demandas de sus cuerpos han cambiado, que esos juegos no son tan infantiles, tienen otros matices que son enredijos con nuevos entresijos.
En esos satoris -separados por un par de horas-, cuando voy ver a mi hermano y su familia, anticipo el encuentro y circunstancias; al regreso, veo esfumarse lo vivido y especulo sobre qué conservaré en mi memoria. Estos avatares de ida y vuelta me recuerdan los vaivenes de dos películas: Sin frenos (Premium Rush, 2012); un repartidor que utiliza una bicicleta elemental, piñón fijo, sin cambios ni frenos, en su trabajo de mensajería. Para hacer las entregas lo más rápido posible, todos los días, y con cada encargo, se juega la vida sorteando, con locura kamikaze, coches, autobuses, camiones y todo tipo de obstáculos, no dejando norma de tránsito sin violar. Un día recibe un encargo especial: un paquete "premium rush" que deberá llegar a destino en el menor tiempo posible. Wilee -el protagonista-, ahora perseguido por un policía corrupto que quiere hacerse con él paquete, convierte a su trayecto en una carrera de escollos y peligros. La estética recurre a flash forwards y flash backs, muchos con distintas versiones, mostrando como una maniobra suicida de regate en el tráfico tiene varias opciones, sólo una no es fatal.
La otra película Corre, Lola, corre (Lola rennt, 1998), cuando faltan veinte minutos para mediodía, Lola recibe una llamada de su novio que perdió los cien mil marcos que debía entregar a su jefe mafioso a las doce, Lola piensa rápido y, dispuesta a lo que sea para salvar a su novio, corre y corre en su búsqueda; lo interesante e innovador de la película es el juego de tiempos desarrollado a lo largo de las tres versiones del relato y sus protagonistas; cada una, explora las posibles consecuencias de una situación: dependiendo de las decisiones que toma Lola, el final de cada versión es diferente.
Sin frenos y Corre, Lola, corre se me asemejan a metáforas de la vida que se identifican con el río de Heráclito; hace eones, no tanto pero sí una eternidad, éramos los hoy adultos quienes, en la piscina, jugábamos esos escarceos o naumaquias de velado pero ostensible erotismo, conscientes con aprensión y apetencia de las metamorfosis y nuevas demandas de nuestros cuerpos y hormonas.
Hay dos horas del día caros a quienes amamos la fotografía, la hora dorada, que precede al amanecer y de luminosidad creciente y la hora azul, que precede al anochecer de sombras ascendentes. En algún momento las luminosidades -de ignorar la hora, en el caso de una fotografía o una película- se asemejan y un amanecer bien puede confundirse con el ocaso o viceversa.
El otro significado de satori, pero también ligado a una revelación, refiere a un yokai, personaje del folklore japonés que se aparece a los caminantes en senderos solitarios; este satori lee los pensamientos del viandante y se los dice en voz alta, adelantándose a ellos y de manera tan rápida que el escucha apenas si puede retenerlos y los termina confundiendo.
De la misma manera los efímeros instantes de hora azul y hora dorada son otras idas y vueltas y otros satoris. Y, así como iluminaron nuestra infancia, ahora iluminan nuestra vejez.
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