Conozco a Willy desde hace casi tres lustros; nuestro primer encuentro fue el fortuito acierto para un consumidor de libros agotados. El primer anzuelo para conocer sus dos locales fue el atractivo del Mercado de San Telmo; me atrajo la estructura, común a similares, de mediados del siglo XIX, en una geografía cosmopolita: Sicilia, Budapest o Barcelona -vigas, arcos y columnas de metal con techos de chapa y vidrio y, en el centro de la construcción, una gran cúpula poligonal que lo corona.
Entré al mercado para hacer fotos; di con su negocio y salí con un par de hallazgos para mi biblioteca.
La segunda vez fue como librero con una íntima amiga y directora de la Biblioteca de la Universidad de Tulane que andaba a la búsqueda de material para su institución; fue una cita que se prolongó por tres días y donde se revelaron los tesoros ocultos de las cuevas de Alí Babá de libros y documentos de Willy. La primera, en la trastienda del local del Mercado de San Telmo; la segunda, una jornada en un depósito de avenida Entre Ríos; y la tercera, en el living de su casa en Colegiales, ahora sentados en dos viejos pupitres escolares, bastidor de hierro forjado con la parte superior y asiento rebatible y un agujero para depositar el tintero. De esta última salimos, entre otros tesoros, con un álbum fotográfico de la primera década del siglo XX en París, con fotos de los vuelos de Santos Dumont en sus dirigibles y anotaciones de su propietario fechando los eventos.
Siguieron otras visitas, ahora buscando por mi cuenta para Tulane: programas encuadernados de temporadas de óperas del Teatro Colón de mediados de los ‘20, revistas de jazz argentinas de los años ’30 y un álbum de fotos de Perón y otros oficiales, cuando era teniente coronel y estuvo destinado en Mendoza como instructor de tropas de montaña, firmado por sus colegas.
Dentro de mi parco conocimiento de la ciudad de Buenos Aires rescato algunos lugares gastronómicos -no me jacto de ser gourmet-: la pizzería El Cuartito, en la calle Talcahuano y el restaurant asturiano Cangas del Narcea en Palermo. De lo que me jacto es de ser buscador de cosas viejas, excitantes e increíblemente prácticas, previas a la sociedad de consumo, porque han sido pensadas para acompañar a su propietario toda la vida.
El Mercado de Pulgas de Dorrego tiene esa oferta, pero con la atmósfera de tiendas de ropavejero; abundan locales donde se abarrotan cosas vetustas, torcidas o arrugadas, pilas de llaves, zapatos, cerraduras viejas, ollas sin tapas y tapas sin ollas. En cambio, el Mercado de San Telmo tiene el aura de Portobello Market, por la calidad de ropa y utensilios de segunda mano, antigüedades y las ofertas gastronómicas, carnicerías, fiambrerías, tiendas de especias y locales donde comer sentados en el mostrador.
En esta última visita con Hortensia para la biblioteca de Tulane, me llevé una enciclopédica cátedra de Willy y un posterior almuerzo que me hizo preguntarle por sus proveedores. Luego de que separaron una colección encuadernada de dos años de la revista Patoruzito, Willy le ofreció un álbum con Cartes de visite e iluminó mi ignorancia sobre el tema. Mientras continuaban viendo otros materiales me retiré a un puesto cercano de comida, pertrechado con la edición en rústica de El piloto del Danubio de Julio Verne, rapiñado de un estante, “cárgalo en la cuenta de Tulane; de ninguna manera, regalo de la casa”; seguramente es la misma edición que leí en la primaria. Mientras los esperaba para comer, empecé con la lectura.
La Cartes de visite, deliciosa costumbre perdida, eran una variante de nuestras tarjetas personales, pero con el agregado de una foto de la persona -a veces en distintas versiones con posturas o atuendos diferentes-, junto con el nombre del propietario; la reina Victoria y Napoleón III cayeron a sus embrujos. Uno de los raros atributos del homo sapiens es la afición por coleccionar todo lo acumulable, y esta sería una de las demandas que abastecen los anticuarios; con las Cartes de visite pasa otro tanto. Pero las que ofreció Willy eran singulares -mejor, “excepcionales”-, porque el álbum había pertenecido a Bartolomé Mitre y es una galería de personalidades con las que tuvo trato.
Mientras avanzaba con la novela, iba anotando en la portadilla algunos detalles del estilo de Julio Verne que no había registrado antes; su dominio de la estructura de la comedia de enredo. Los avatares del piloto del Danubio Serge Ladko, alias Jaeger, devenido ganador de un concurso de pesca que recorre el Danubio, perseguido por el detective húngaro Karl Dragoch, me evocaron el periplo de Phileas Fogg, con el sabueso James Fix tras sus pasos en La vuelta al mundo en ochenta días.
Willy y Hortensia interrumpieron mi lectura, matizada con consultas a Google Maps del celular para seguir el periplo de Jaeger/Serge Ladko; pedimos algo para comer, coincidencia de bibliófilos: shawarma. Comentábamos la selección que habían hecho y nos interrumpió un hombre con una mochila y un largo gancho de alambre que saludó a Willy con la familiaridad de viejos conocidos, sacó unos libros de su macuto y se los ofreció; Willy declinó la oferta y le dijo quien se podía interesar por ellos.
Le hice notar a mi amigo que ese hombre era, por su largo gancho, a todas luces, un cartonero, «lo sé, mis mejores proveedores son cartoneros; yo soy el primero que recibe su material; lo dejo añejar como un buen malbec y si en un par de años no lo vendo, se lo ofrezco a anticuarios de Recoleta».
Dentro del mundo del libro, los anticuarios cumplen el rol de las casas especializadas en comprar joyas y relojes de marca de segunda mano que, con el tiempo, aumentan su valor de reventa. En el caso del papel impreso es un conocimiento que sólo se adquiere con la práctica y de parte de algún profesional especializado.
De vuelta en casa, registré en mi diario las experiencias de ese día. Reflexioné y lo sigo haciendo, que, pese a mi curiosidad patológica, siempre que he visitado a Willy me dejé atrapar por la magia del papel impreso y nunca le pregunté, cuál es su formación, ni de los saberes que lo llevan a atesorar viejos pupitres de madera, fotos de Santos Dumont, ediciones agotadas, programas encuadernados de temporadas de ópera del Teatro Colón o Cartes de visite. Ahora deberé, además, indagar sobre su contacto con la cultura y códigos de los cartoneros, que recogen esos tesoros de containers de basura de la Reina del Plata.
Lo haré en mi próxima visita y le llevaré mis Variaciones Turner. Me las reclama siempre.
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