En busca de inspiración vago y divago por estantes de la biblioteca, cruzo con los relatos de Alan Sillitoe. Con una idea en mente llamo a Marcos, del video Blackjack, y le pido Carrozas de Fuego (1981). La vi en Río de Janeiro y la asocié con Almafuerte y los “Siete sonetos medicinales” por aquel: “Obsesión casi asnal, para ser fuerte / Nada más necesita la criatura”.
Luego de verla nuevamente, en primer lugar aflora la música de Vangelis, su tema principal nos lleva de la mano en la trama y ya es icónico en películas y programas de televisión en segmentos de cámara lenta. En segundo, reafirmo mi convicción de que no todos los deportes son susceptibles de ser narrados en literatura y en el cine. En el caso del box y automovilismo la tienen fácil en la pantalla, no las carreras a pie o bicicleta. Recuerdo haber visto alguna película de waterpolo, pero condimentada con luchas y pugilatos que permite tener el cuerpo debajo del agua.
En narrativa, tengo presente 325.000 francos de Roger Vailland, pero las carreras de bicicleta solo dan tomo al relato, que es la crítica la producción en cadena; y el magistral The Loneliness of the Long-Distance Runner, de Alan Sillitoe, relatada desde el monólogo interior del protagonista, adolescente internado de un reformatorio, que se entrena para correr la carrera del Borstal.
Con Carrozas de fuego pasó algo especial en Brasil, las distribuidoras cinematográficas no pensaban exhibirla, para sus criterios el tema no era taquillero. Pero el film levantó premios Oscar y cambiaron de opinión.
En este reencuentro por video con la posibilidad de detener la película y volver para recuperar detalles y tomar nota, afloran las características sociales y de clase que encubren a los distintos protagonistas. El título lo da el poema Jerusalem de William Blake: “¡Traedme mi arco de oro ardiente / traedme mis flechas de deseo / traedme mi lanza: oh, nubes abríos, / traedme mi carroza de fuego! (“Bring me my Bow of burning gold / Bring me my arrows of desire / Bring me my Spear: O clouds unfold! / Bring me my Chariot of fire!”), donde alude al Segundo Libro de los Reyes, cuando carros tirados por caballos de fuego envuelven al profeta Eliseo y lo suben al cielo en un torbellino; poema alguna vez propuesto como himno nacional de Inglaterra.
La historia, parte real parte ficción, empieza en 1919, al inicio del año académico en Cambridge; el judío Harold Adams y el aristócrata Aubrey Montague, corren “la carrera de los ciento ochenta y ocho pasos” y gana Harold. Sabemos su objetivo; es consciente de que, por ser judío, no cuenta con el beneplácito de la sociedad inglesa, ni de las autoridades de la universidad. En ese ámbito se siente inferior, es sensible, inteligente, arrogante, con sentido del deber y lealtad. Fuerte y tenaz, acepta los retos y propone vencerlos “uno por uno”. Su lema: “llevo el futuro dentro de mí”. Comienza a entrenar para competir en los 100 metros y consagrarse campeón. Oye comentarios de un formidable rival, el predicador escocés Eric Liddell, viaja a Escocia para verlo y descubre que es un superdotado.
Eric Liddell, que además destacó como rugbier, sabe que su fuerte son los 100 metros y ve en esa destreza innata un don divino y lo interpreta en el verbo de San Pablo en Corintios: esos dones son habilidades especiales que permiten a los cristianos servir de manera más efectiva en la obra de Dios. Lo toma como guía, “corre en el nombre de Dios, y deja que el mundo se admire”.
Aubrey Montague que, además de los 400 metros, es especialista en los 1000 con vallas, no tiene compromisos existenciales con sus destrezas atléticas. Pero es fiel al espíritu deportivo y al fair play y, acorde con Rudyard Kipling, puede “enfrentar al Triunfo y el Desastre, esos dos impostores”.
En vista de los venideros Juegos Olímpicos de 1924 en París, Harold contrata al entrenador Sam Mussabini, el decano y vicedecano de Cambridge que, en privado, no ocultan su antisemitismo, se enteran de la decisión de Harold y lo citan para manifestarle que eso contradice el espíritu deportivo de la Universidad y que no lo haga. Harold rechaza la sugerencia.
Hasta el momento no afloran conflictos destacables que justifique la fuerza dramática de la película; hay un pequeño detalle que detona el resto del relato y lo eleva de bueno a extraordinario.
En Francia, Eric se entera que deberá correr un domingo, día de guardar, surge la tensión entre su mandato divino y su compromiso de atleta. Opta por no competir. El rey y el jefe del equipo olímpico británico lo citan y le dicen que no puede renunciar a una medalla segura, Eric no acepta. El deux ex machina que salva la ropa del predicador y del rey, es el aristócrata Aubrey Montague quien, sin haber sido invitado a esa reunión, fair play químicamente puro de british gentlemen, propone, ya que él ha ganado los 1000 metros con vallas, no correr los 400 y dejarle el lugar a Liddell, aunque no es su especialidad.
El resto de la historia es simple como la tabla del 10: Liddell, el dotado, Deo volente, porque respetó el mandato divino y no corrió un domingo, pero: “a quien Dios quiere bien, la perra le pare lechones”, gana el oro de los 400 metros. Abrams, con su “obsesión casi asnal para ser fuerte”, gana el oro en los 100 metros. Y colorín colorado.
Ahora mi personaje favorito, el viejo Vizcacha de la película, es Sam Mussabini, descendiente de australianos, sirios y turcos. Pese al pedido de Harold, primero no acepta ser su entrenador, él elige a sus pupilos; de incógnito, lo verá correr. Finalmente le comunica que lo entrenará y, más importante, le dará la confianza necesaria para ganar -la escena donde le informa esta decisión a Harold y, para remarcar su autoridad y condiciones, lo abofetea, es de antología-. Con su linaje jugando en contra en una sociedad de gentlemen y racistas, Sam Mussabini es un outsider, un meteco -y este párrafo habría que leerlo escuchando Le Métèque de George Moustaki porque Mussabini da el tipo-. Al momento de la competencia, sabiendo que no será bien visto en las tribunas olímpicas, no asiste a ver ganar a su discípulo. Su lección clave, junto con una de las primeras bofetadas, fue no mirar a sus rivales, solo a la meta, y, para ello: “Piensa sólo en dos cosas: el disparo y la cinta de llegada. Cuando escuches el tiro, sal como un demonio hasta que rompas la cinta”.
Y es lo que hacemos, de la mano de Vangelis, cuando vemos la película.
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