El paso de los años habían convertido al Tumba en una leyenda, perfilándolo como el más celoso custodio de aquello que nunca debería saberse. Luego de una larga permanencia en el extranjero --que los más jóvenes asociaban, sin dudarlo, a su militancia política--, había por fin regresado al viejo claustro universitario. Su andar taciturno y su estilo lacónico se condecían en todo con el mito: los ojos eternamente entrecerrados, la mirada que se dirigía nerviosa hacia la puerta cada vez que alguien requería su opinión, el tic de girar la cabeza ante cualquier ruido brusco...
La leyenda del Tumba se inspiraba en su fama de celoso guardador de secretos. No era hombre de pronunciar un "sí" o un "no" demasiado rotundos, pero sin que esto lo convirtiera, a los ojos de todos, en un indeciso... Su apodo, se rumoreaba, lo había ganado en las épocas oscuras, en las que había soportado estoicamente los mayores dolores que un hombre podía imaginar, sin pronunciar palabra, guardando un silencio de tumba, para proteger el nombre y la vida de sus compañeros militantes.
Sí, el Tumba era un excelente custodio de lo que nunca debería saberse.
Su fama despertaba la simpatía y la admiración, no sólo de sus compañeros (¿dónde encontrar hoy tanta entereza, tanta integridad?) sino también de los profesores, que rápidamente empezaron a disculpar su laconismo, entendiéndolo como una secuela de aquel antiguo dolor jamás curado.
En algo no nos equivocábamos: el silencio del Tumba sabía custodiar celosa y eficazmente aquello que nunca debería saberse. Porque de esta manera, envuelto en el misterio, jamás se descubrió el verdadero origen de su apodo, el secreto mejor guardado: el Tumba pertenecía a una tradicional familia de funebreros.