¿Cuál es la melodía y cuáles las palabras que dan paso a las imágenes? De pronto, el olor de un atardecer y la piel que no podemos dejar de olvidar. Detener el tiempo para quedarnos suspendidos, expectantes, recuperando de algún modo lo que creíamos perdido. A veces, esa posibilidad nos invade con su melancolía; no obstante eso, así lo preferimos, porque sin ese tránsito, el presente se volvería, por momentos, intolerable.
Hacen lo posible para protegerme y se organizan para no dejarme sola. Que podrían mudar mi cama y, de pronto, organizan mis tardes para poblar las noches que imaginan cargadas de soledad. Porque se han propuesto acompañarme ya que temen por mí. Si soy tan frágil, si he quedado tan indefensa, les escucho explicar.
Cierro los ojos y dejo que las palabras y los murmullos a mi alrededor se transformen en música de fondo, imprecisa e irreconocible. Los miro, como si no lograra reconocerlos del todo, apretados unos juntos a otros, tan grandes y tan viejos.
¿Cómo decirles? ¿Para qué explicarles que ya no los necesito?
Todas mis fuerzas laten ahora muy lejos de aquí, atraviesan la puerta de entrada, descorren los cerrojos y, desde el umbral, sin despedirse, me ayudan a marcharme.
¿Es necesario que les cuente?
Desde la profundidad de mi propio y único recuerdo tan ajeno a ellos y a este lugar, los miro y los dejo hablar haciéndoles creer que duermo.
En el puerto de Capri, había olido la tormenta con el presentimiento de que tal vez no era tan bueno embarcarse. Que se quedaran en la isla, le había sugerido, aunque sin demasiada insistencia, acostumbrada a no pedir ni a expresarle lo que quería. Él le contestó como siempre, con desprecio, dejando en claro que su comentario era un disparate.
Una hora después, cuando la cresta de una ola levantó el barco como una pluma a merced del viento y los altavoces anunciaron que el temporal haría imposible el regreso al puerto de Amalfi, ya no soportó más estar a su lado y sin decirle una palabra se encaminó hacia la otra punta del barco.
Encontró un asiento junto a una de las ventanas contra la que golpeaba la espuma blanca de las olas. El color del cielo era plomizo, casi oscuro. Dentro de la cabina, la humedad del encierro. Observó las miradas de los pasajeros, sus caras silenciosas y desencajadas, sus bocas abiertas, como peces boqueando fuera del agua consumiendo la escasa corriente de aire encerrado. Tuvo calor y se llevó la mano al cuello para quitarse el pañuelo que llevaba anudado a la garganta.
Fue en ese momento, mientras procuraba desatar el nudo de seda, que presintió la mirada detenida en el espacio abierto sobre su pecho. Como una caricia, otros ojos se le habían metido entre las manos y bajaban también por la abertura de su blusa.
Cuando se animó a mirar, él ya se acercaba para ayudarla a terminar de deshacer el nudo y pronto sintió en la piel esos dedos que, como el roce suave de la seda, se deslizaron por su pecho.
Al llegar, ya no se atrevió a pedirle el pañuelo que él se había anudado a su propio cuello.
Lo perdió en el desembarco, apremiada por los pasos de quien ya apenas reconocía como su marido. En el auto contratado para trasladarlos a Amalfi, comprendió con una extraña y refrescante intensidad, la distancia que la separaba de ese hombre que conversaba con el chofer del taxi. Por eso, a la mañana siguiente, al salir a la calle, no dudó en buscarlo. Él aún llevaría su pañuelo atado a la piel, le había dicho. Lo descubrió entre los puestos del mercado, esperándola en las escalinatas de Sant’ Andrea Apostolos; sintió su roce en la cintura y sus manos que ayudaron a sostenerla cuando algo provocó que tropezara en medio de la Piazza del Duomo.
Pronto él ocupó todos sus pensamientos y era el único objetivo de los paseos por la ciudad. La tercera tarde, la última finalmente antes de marcharse hacia Roma, después de almorzar, aprovechó cualquier excusa, inventó una pelea, alguna discusión sin sentido que le diera el motivo para poder, sin pensarlo, desaparecer hacia aquellos otros brazos y no volver.
No los miro pero los escucho planear como piensan acompañarme e intento reconocerlos cuando me acarician las manos, o me alcanzan una manta que, con cuidado, abrigan sobre mis hombros porque no conviene, dicen, que además me enferme.
Con paciencia me dejo conducir, abandonándome al esfuerzo que realizan para que descanse de tantas emociones, por esa pérdida que creen será insoportable. Está haciendo un poco de frío, me consuelan. No se agite, madre, me aconsejan, incapaces de ver mis ojos que ya escapan, por fin libres hacia el cielo de otras madrugadas; un pañuelo de seda anudado al cuello antes de partir.