Don Casmurro 4 9/23/2019
Danilo Albero Vergara escritor argentino
Literatura, relatos, ensayos literarios

Por si algún lector se entusiasmó con los capítulos primero, segundo y tercero, publicados en Don Casmurro 1, Don Casmurro 2 y Don Casmurro 3; les anticipo los capítulos IV y V.

Capítulo IV - ¡Un deber amarguísimo!

            José Dias amaba los superlativos. Era una manera de darle una apariencia monumental a las ideas; no habiéndolas, servía para prolongar las frases. Se levantó para ir a buscar el gamão que estaba en el interior de la casa. Me pegué a la pared, y lo vi pasar con sus pantalones blancos almidonados, tirantes, casaca y corbata de esas que vienen con el nudo armado[1], ya hecho. Fue de los últimos que usaron tirantes en Río de Janeiro y quizá en este mundo. Usaba pantalones un poco cortos para que le quedasen sin arrugas. La corbata de satén negro, con un arco de acero por dentro, le inmovilizaba el cuello; estaba entonces de moda. La casaca de algodón, prenda casera y leve, parecía en él un saco de etiqueta. Era delgado, de mejillas hundidas, con una calva incipiente; tendría sus cincuenta y cinco años. Se levantó con el paso lento de costumbre, no el caminar arrastrado de los perezosos, sino un vagar calculado y deducido, un silogismo completo, la premisa antes de la consecuencia, la consecuencia antes de la conclusión. ¡Un deber amarguísimo!

Capítulo V - El agregado

            No siempre tenía aquel paso vagaroso y rígido. También se descompasaba cuando entraba en acción; en sus movimientos era muchas veces rápido y ligero, tan natural de una como de otra manera. De la misma manera, si era preciso, se reía ampliamente con una gran risa involuntaria, pero comunicativa, hasta tal punto que las mejillas, los dientes, los ojos, toda su cara, toda su persona, todo el mundo parecía reírse con él. En lances graves, gravísimo.

            Era nuestro agregado desde hacía muchos años, mi padre todavía estaba en la antigua hacienda de Itaguaí, y yo acababa de nacer. Un día apareció allí vendiéndose como médico homeópata, llevaba un Manual[2] y un botiquín. Por entonces había una epidemia de fiebres; José Dias curó al arrendatario y a una esclava y no quiso recibir ninguna remuneración.

            Entonces mi padre le propuso quedarse a vivir allí, viviendo con un pequeño salario. José Dias no lo aceptó, diciendo que era justo llevar la salud a las chozas de los humildes.

            - ¿Quién le impide que vaya a otros lugares? Vaya adonde usted quiera, pero quédese a vivir con nosotros.

            - Volveré dentro de tres meses.

            Volvió en dos semanas, aceptó casa y comida sin otro estipendio, salvo lo que el que le quisiesen dar por benevolencia. Cuando mi padre fue elegido diputado y se vino a Río de Janeiro con la familia, él vino también, y tuvo su aposento en el fondo de la finca. Un día, cuando la nueva epidemia de fiebres en Itaguaí, mi padre le dijo que fuese a visitar a nuestros esclavos. José Dias permaneció callado, suspiró y acabó confesando que no era médico. Había adoptado este título para ayudar a promover la nueva escuela y no lo hizo sin estudiar duro, pero su conciencia no le permitía aceptar más enfermos.

            - Pero usted los ha curado en otras ocasiones.

            - Creo que sí, pero lo más correcto sería decir que fueron los remedios recomendados en los libros. Los remedios, ellos sí, abajo de Dios. Yo era un charlatán… No lo niegue usted; las razones de mi proceder podían ser y eran dignas; la homeopatía es la verdad y, para servir a la verdad, mentí; pero es momento de poner las cosas en claro.

            No fue despedido como lo pidió en ese momento; mi padre ya no podía prescindir de él. Tenía el don de hacerse bien aceptado e indispensable, su ausencia se notaba como la de una persona de la familia. Cuando mi padre murió, el dolor que lo pungió fue enorme, me dijeron, no me acuerdo. Mi madre le quedó muy agradecida y no consintió que dejase su habitación de la finca; al séptimo día, después de la misa, fue a despedirse de ella.

            - José Dias, quédese con nosotros.

            - Obedezco, mi señora.

            Recibió un pequeño legado en el testamento, unas pólizas y cuatro palabras de reconocimiento. Copió las palabras, las enmarcó y las colgó en su cuarto, encima de la cama. “Esta es mi mejor póliza”, decía muchas veces. Con el tiempo, adquirió cierta autoridad en la familia, o al menos cierta audiencia; no abusaba y sabía opinar obedeciendo. Al fin y al cabo era un amigo, no diré que óptimo, pero no todo es óptimo en este mundo. Y no le supongas un alma subalterna; sus cortesías, cuando las tenía, procedían antes del cálculo que de su índole. La ropa le duraba mucho; al contrario de las personas que ensuciaban enseguida la ropa nueva, él llevaba lo viejo cepillado y sin arrugas, zurcido, abotonado, con una elegancia pobre y modesta. Aunque de manera desordenada, era lo bastante leído como para entretener en los saraos y en la sobremesa o explicar algún fenómeno, hablar de los efectos del calor y del frío, de los polos y de Robespierre. Contaba muchas veces un viaje que había hecho a Europa, y confesaba que si no fuera por nosotros ya habría vuelto allí; tenía amigos en Lisboa, pero decía que nuestra familia, abajo de Dios, lo era todo para él.

            - ¿Abajo o arriba? —le preguntó un día tío Cosme.

            - Abajo, repitió José Dias lleno de veneración.

            Y a mi madre, que era religiosa, le gustó ver que ponía a Dios en su debido lugar y sonrió aprobando. José Dias se lo agradeció inclinando la cabeza. De vez en cuando, mi madre le daba algunas monedas. Tío Cosme, que era abogado, le confiaba la copia de papeles de autos.

 

 

[1] La palabra exacta es gravata de mola, el autor la describe más adelante.

[2] Del original en bastardilla.

 

 


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