Mi madre era buena persona. Cuando murió su marido, Pedro de Albuquerque Santiago, tenía treinta y un años de edad y pudo haber regresado a Itaguaí. No quiso, prefirió quedarse cerca de la iglesia donde mi padre fue enterrado. Vendió la pequeña hacienda con sus esclavos, compró algunos y los puso a producir beneficio o los alquiló, compró una docena de casas, invirtió en cierto número de pólizas, y se dejó estar la casa de Matacavalos, donde había vivido durante sus dos últimos años de casada. Era hija de una señora mineira, descendiente de otra paulista, la familia Fernandes.
Ahora bien, en aquel año de gracia de 1857, dona María da Gloria Fernandes Santiago tenía cuarenta y dos años de edad. Aún era bonita y joven, pero insistía en esconder los saldos de su juventud, por más que la naturaleza quisiese preservarla del paso del tiempo. Vivía metida en un eterno vestido oscuro, sin adornos, con un chal negro, doblado en triángulo y abrochado en el pecho con un camafeo. Los cabellos, peinados en dos rodetes, estaban recogidos sobre la nuca con una vieja peineta de carey; algunas veces llevaba una toca blanca plisada. Lidiaba así, con sus silenciosos zapatos bajos de cordobán, de un lado a otro, viendo y guiando todos los servicios de la casa, desde la mañana hasta la noche.
Tengo su retrato en la pared, al lado de su marido, como en la otra casa. La pintura se oscureció, pero aún da una idea de ambos. No recuerdo nada de él, solo vagamente, que era alto y tenía una cabellera abundante; el retrato muestra unos ojos redondos que me acompañan a todas partes, efecto de la pintura que me asustaba de niño. Su cuello emerge de una corbata negra de muchas vueltas; el rostro totalmente rasurado, salvo una pequeña parte junto a las orejas. El de mi madre muestra que era linda. Entonces contaba con veinte años y tenía una flor entre los dedos. En el cuadro parece ofrecerle la flor a su marido. Lo que se lee en la cara de ambos es que, si la felicidad conyugal puede ser comparada al premio gordo, ellos la habían ganado, con un número comprado en sociedad.
Concluyo que no se deben abolir las loterías. Ningún premiado las ha acusado todavía de inmorales; así como nadie ha tachado de mala la caja de Pandora por guardar la esperanza en su fondo, en alguna parte ella tiene que estar. Aquí tengo a los dos bien casados de otrora, los bien amados, los bienaventurados, que se fueron de esta vida a la otra, probablemente a continuar un sueño. Cuando la lotería y Pandora me hastían, alzo los ojos hacia ellos y olvido los números sin premio y la caja fatídica. Son retratos que valen por originales. El de mi madre, ofreciendo la flor a su marido, parece decir: “¡Soy toda tuya, mi guapo caballero!” El de mi padre, mirando hacia nosotros, hace este comentario: “Vean cómo me quiere esta moza…” Si sufrieron incomodidades, no lo sé, como no sé si tuvieron disgustos: era un niño y comencé por no haber nacido. Después de la muerte de él, me viene a la memoria que ella lloró mucho; más aquí están los retratos de ambos, sin que la suciedad del tiempo les haya quitado la primera expresión. Son como fotografías instantáneas de la felicidad.