Volver del Leteo. Tio Mario 8/3/2020
Danilo Albero Vergara escritor argentino
Literatura, ensayos, relatos

Di con la colección completa de “Hora Cero”, lectura que había sido censurada por mi padre, huroneando en un sitio Web especializado en revistas argentinas. Postergué la exploración, leí los treinta números en horas de la siesta y, como me había pasado cuando vi una foto del tío Oscar, volví a descruzar el Leteo, regresé a mis diez y doce años y a mis andanzas con el tío Mario.

Tío Mario era menor que tío Nene y mayor que tío Oscar; estaba casado con tía Moty, la menor de los tres hermanos de mi madre. Los tres me dejaron alguna destreza o hábito que han sobrevivido más de sesenta años; tío Mario me dejó el amor por la lectura hedónica, sin pudores ni reparos para alternar lo “alto” de lo “bajo”, Poniatowska con Pérez Reverte.

Este recuerdo tiene miga, porque mi padre, comunista dogmático de la línea Moscú, idolatraba a Stalin y odiaba a Franco; visto a la distancia, odiar a Franco no era derecho exclusivo de los comunistas de la línea Moscú -tan o más fundamentalistas, pero de signo contrario a los franquistas- pero éstos le achacaban a los franquistas todos los males del mundo hispanohablante, solo superados en perversidad por el imperialismo yanqui y los lectores de "Selecciones del Readers Digest". Tío Mario no tenía filiación política ostensible ni odiaba a nadie en especial, pero tenía un contagioso sentido del humor y, con tal de llevarle la contra a mi padre que era argentino, no habría dudado en ponerse la chaqueta franquista o la comunista si mi padre hubiese sido franquista; el asunto era fregarlo un rato. Así, aquella no declarada batalla ideológica tuvo un punto de roce; durante las vacaciones de verano, cuando viajábamos con mi madre a Santiago de Chile, tío Mario me esperaba con novelas de Emilio Salgari y Julio Verne y, más importante, los amados Bolsilibros Bruguera, pequeños volúmenes de cien o ciento veinte páginas agrupados en colecciones de aventuras del Far West y de ciencia ficción -y también románticos, de esos consumía tía Moty, fanática de Corín Tellado.

Los Bolsilibros Bruguera, relatos a los que la moralina franquista hacían aptos para todo público, eran una molestia atroz para mi padre, porque él concebía la lectura en tonos mayores y no ligada al simple hedonismo; me estimulaba con versiones infantiles de los clásicos, entre ellas con la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, desintegrada luego de infinitas lecturas. Pero, las pocas veces que nos acompañó a Chile, cuando con mi madre íbamos a ver a mi abuela y mis tíos, mi padre supo quedarse callado frente a la parva de Bolsilibros. Ese tesoro me duraba menos de una semana, entonces lo cargábamos en un enorme bolso de viaje y, en una carretilla conmigo arriba como timonel -no existían valijas con ruedas- y tío Mario empuñando las varas, salíamos a canjearlo, a una cotización que en los negocios de libros y revistas usadas se mantuvo durante décadas a los dos lados de la cordillera: dos Bolsilibros -o revistas de historietas- usados por uno usado, tres usados por uno nuevo.

Para mi padre, Corín Tellado, los Bolsilibros Bruguera y las revistas de historietas eran una especie de "opio de los pueblos" o, peor aún, una refinada técnica de lavado de cerebro, ideada por los franquistas y el imperialismo yanqui. Por eso, cuando me encontraba leyendo este tipo de literatura del lado de acá de la cordillera, en su rol de censor marxista leninista de la línea Moscú, la rompía inmisericorde -y el hecho de que muchas de las revistas de historietas fuesen mexicanas no cambiaba para nada su dogmática-, lo cual me obligaba a leerlas, de prestado y en secreto. Viendo que me apasionaban las historietas bélicas, buscó un equivalente que resultó eficaz, me trajo un libro de cuentos que leí y releí hasta perderlo en un préstamo: Somos hombres soviéticos, relatos de combatientes rusos durante la ocupación nazi, del Premio Stalin de Literatura Boris Polevoi. Un lujoso volumen de Ediciones Lenguas Extranjeras de Moscú, encuadernado en símil cuero verde con letras doradas, papel ilustración y dibujos color sepia, casi siempre en escorzo para exaltar el carácter épico de los hombres y, aunque excluidas en el título, mujeres soviéticas.

Disfruté los raquíticos recursos narrativos y estéticos -aunque rescato la riqueza de las descripciones- del realismo socialista de Somos hombres soviéticos -cuentos a los que la moralina estalinista hacían aptos para todo público- y la antípoda del realismo de Zola en La Taberna; los buenos tenían mejillas sonrosadas, ojos de largas pestañas y sus uniformes eran de matices marrones, verdes y negros que se relacionaban con la tierra recién arada y los umbríos y perfumados bosques soviéticos de abedules; los malos portaban rostros amarillentos, ojos hundidos en las cuencas y sus uniformes tenían matices marrones, verdes y negros, que se relacionaban con las papas podridas, el hediondo verdín de los pantanos de la Selva Negra y el humo de las chimeneas que sofocaba las insalubres aldeas alemanas. La muerte de Stalin y el revisionismo crítico que le siguió fueron un shock para mi padre y el fin de su fervor militante; a partir de entonces pude leer historietas sin censura.

Aunque la historia y recuerdos perviven, en la feria de libros usados de Plaza Italia suelo encontrar Bolsilibros y, no hace mucho, descubrí una novela de Boris Polevoi que no conocía: Un hombre de verdad, tiene lo suyo; ahora estoy a la búsqueda de Somos hombres soviéticos, mi olor de la magdalena y tila puede ser reemplazado por ilustraciones en sepia y demoradas descripciones. Pero también Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger y Clark Carrados no lo hicieron tan mal detrás de las tapas multicolores de los Bolsilibros Bruguera, con sus gun-men, sus broncos redomones y sus Navy Colts de seis tiros; o aquellas aventuras espaciales, cuando no de extraterrestres buenos que viajaban de incógnito a la tierra para salvarnos de otros extraterrestres malos. Pero en todas estaba el final feliz: el bueno se quedaba con la bella que lo había maltratado en las primeras treinta páginas; además, todos los relatos tienen la cantidad de páginas justa para ser leída en poco más de una hora y media sin menguar la atención del lector; ni siquiera Poe en su "Filosofía de la composición" lo previó tan affiatato.





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