Mi vocación de voyeur -prefiero el término francés aceptado por la RAE y no su versión en español “voyerista”- llevó a identificarme con los aparatos ópticos desde que tengo uso de razón. Siendo niño, luego adolescente, fueron microscopios y prismáticos, de adulto descarté el primero y agregué las máquinas fotográficas; mi inclinación por fisgonear, como los alcoholes de calidad añejados en cubas de roble, se ha decantado y mejorado con los años.
Un proverbio portugués alude a esta costumbre de los obsesivos -y que no excluye a los voyeurs- “enquanto descansa carrega pedras” y, en mi carácter de lector obsesivo, no puedo dejar de observar lo que está leyendo toda persona que se me cruce, en cualquier tipo de transporte, plazas, bibliotecas públicas; en el caso de librerías llego al extremo de ver qué ojean o compran otros clientes. Las consecuencias de la actividad no son gratuitas, difícilmente entre a una librería y salga con las manos vacías -además, casi siempre consulto en una agenda para llenar falencias-. Y este hábito, como si fuera mi sombra, me sigue vaya adonde vaya; en el 2013 fueron El ritual de la serpiente y el Atlas Mnemosiyne, de Aby Warburg, que me acompañaron al regreso de México. En febrero de 2016, en la sección de libros en francés de una librería en Estambul fué Boussole de Mathias Enard -el año anterior me había fascinado su Parle-leur de batailles de rois et d'éléphants-; de Librería Bertrand en Lisboa, a metros del Café A Brasileira y de la estatua de Fernando Pessoa, fue Auto dos danados, de Lobo Antunes; estas dos últimas adquisiciones en lista de espera dentro de los metros expectantes.
Hay meses que proyecto dedicarme sólo a releer, pero a veces esa actividad me lleva a consultar en libros que, pacientes, esperan y me llevan a otros, y a otros. El proyecto de este año incluía empezar por la tercera visita a Don Quijote de la Mancha, pero caí en la cuenta que no había transitado Guzmán de Alfarache, cuando lo terminé, debí volver sobre los pasos de dos obras con las cuales dialoga: El lazarillo de Tormes y El buscón; debí saldar una vieja deuda con la picaresca española ya que, hace quince años, le compré a un colega madrileño cinco novelas del género. Las desempolvé y estoy por terminar la última, pero ¡ay!, de todo este tránsito veo que es imposible completar el proyecto que empezó con, valga la redundancia, empezar el año con las aventuras del Caballero de la Triste Figura y Sancho Panza. Porque de mi puesta a punto con la picaresca española quedó en claro la ligazón que esta tiene con proverbios y adagios, desempolvé a otro pasajero en lista de espera, La teoría del adagio de Erasmo, que seguramente me llevará a visitar de nuevo -y avanzar en lo faltante para llenar baches de lo que tengo pendiente- a Baltasar Gracián.
Pese a que he dedicado mi vida a leer, descubro que no he transitado por autores fundamentales, con algunos casos que me avergüenza reconocer. El año pasado resolví retomar y acabar el compromiso con La búsqueda del tiempo perdido, del cual había pasado por los primeros dos tomos; tuve el valor de transitar por ellos de vuelta, y llegué hasta la mitad del tercero, que espera en mi mesa de luz para que tome coraje, terminarlo y seguir con el resto. Me gustan los narradores y dramaturgos rusos del siglo XIX y XX, pero a duras penas pude llegar al final de Los hermanos Karamazov y mis infinitos intentos, no llegaron más allá de las primeras cincuenta páginas de Crimen y castigo; no me hace gracia que, pese tener gran parte de su obra, no he leído nada de Eça de Queirós, otro tanto pasa con Las mil y una noches, de las cuales he visto sólo las historias más conocidas.
Si bien en los tres últimos años he pasado por 1914 y 1919 de Margaret McMillan y Estambul, la ciudad de los tres nombres de Bethany Hughes; y de tener en mi mesa de luz, junto con Martín Fierro, una edición bilingüe de los poemas de Emily Dickinson, mi deuda con la literatura femenina sigue siendo grande. Empecé a saldarla este año con Un cuarto propio y los cuentos completos de Silvina Ocampo. Este cupo femenino debería completarse con otra deuda postergada hace cuatro años y que contraje en Madrid donde, luego de muchas consultas, terminé recalando en la librería del Museo Reina Sofía, para salir feliz poseedor de los dos tomos de La historia de Genji de Murasaki Shikibu, casi mil quinientas páginas en formato cuarto mayor, tamaño algo menor de un hallazgo inesperado: A history of pictures de David Hockney y Martin Gayford, compras que nos obligaron a volver al departamento para aliviarnos del peso. En ese trayecto medité que la única manera de transportar los cuatro kilos de esas adquisiciones sería comprar una pequeña valija de cabina para acomodarlas.
Al recorrer los volúmenes que ocupan metros expectantes en mi biblioteca vuelvo a la afición de niño y adolescente; microscopios y prismáticos que nos acercan a mundos difíciles de apreciar a simple vista. Pero ahora los microscopios y prismáticos son libros, desde una perspectiva de ojos desnudos. Así reencontrar textos no leídos son revelaciones, hallazgos que, como un faro distante, con sus haces de luz intermitente que barren los treinta y dos rumbos de la Rosa de los Vientos, me indican el camino entre las sombras. En un alto en esta escritura, al lado de Cuentos crueles, acaba de aparecer una compra cuya existencia ignoraba: Diarios de viaje de Matsuo Basho; ahora reubicado al lado de La historia de Genji.
Y el faro ahora brilla pleno con destellos dorados, repleto de historias escondidas, como las que nos cuenta el escudo de Aquiles.
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