El esguince de hombro que ocurrió el 3 de enero, al escapar del ascensor detenido entre el cuarto y el quinto piso, ganó un nombre anatómico: no es el hombro, es “articulación, manguito de los rotadores” casi aristocrático: dos apellidos. El dolor y molestias se hacen presentes en cualquier momento: escribir a mano, teclear en la notebook, dar vuelta a las hojas de un libro, lavar platos, cepillarme los dientes o peinarme; ni hablar de servirme una taza de café o abrir una puerta.
Además de que este percance inspiró mi nota de la semana pasada: Plomeros, pintores, caos, acarreó un breve diálogo, digamos, “arquitectónico literario”, con un matrimonio de arquitectos y escritores, Inés y Miguel, y provocó recuerdos que me llevaron mi paso por la universidad y ecos que resuenan hasta el presente.
Conozco tres arquitectos escritores, me identifico con la profesión desde el distante curso de ingreso a ingeniería cuando, en los test previos, resulté cien por ciento apto para otra carrera: arquitectura; mi afinidad se hizo más intensa cuando, ya en la carrera de letras, la identifiqué con las artes.
Puedo decir que ingeniería química fue como el equivalente, ya en términos geográficos, al Tapón del Darién que, en los años de universidad, fabulé recorrer a pie -hoy, sólo desde un avión- y me informé con lo que me cayó en mano, teniendo en cuenta que, por aquellos años, nadie imaginaba Internet ni Google. Supe así que la Carretera Panamericana recorre casi veinte mil kilómetros desde Tierra del Fuego hasta Alaska, pero tiene una interrupción de unos ciento cincuenta kilómetros. Panamá ni Colombia han autorizado a construir una autopista o caminos por razones ecológicas -tiemblen Trumps y Bolsonaros-; dos parques naturales, en Colombia y Panamá, son patrimonio de la Humanidad y la mayor Reserva Biosfera de América Central.
Así mi Tapón del Darién podía separar las ciencias aplicadas y las humanidades y en su cruce las reflexiones de arquitectos o escritores, sobre la arquitectura.
Ya Víctor Hugo, hizo una seria meditación sobre lo que él llamó “el arte rey” contrapuesto a la imprenta y la literatura, llegando a afirmar que ésta última mataría a la arquitectura. Esta hiperbólica consideración -que no es de extrañar tratándose de uno de los grandes de la literatura romántica; imposible olvidar las fotos del Arco del Triunfo cubierto por crespones y velos negros el día de sus funerales-, retrata una característica de la genialidad humana: la capacidad para pensar, crear y producir cosas desmesuradas, sean ojivas nucleares o catedrales góticas. Crear y destruir, siendo que, muchas veces, se recuerdan a los Eróstratros de la vida y no a los creadores de las obras que destruyeron. Me acuden dos plásticos -mejor, “genios polímatas”- del siglo XVI que dedicaron parte de su élan creativo a la ingeniería, la arquitectura militar y la balística: Leonardo da Vinci, inventor de máquinas e ingenios bélicos y Alberto Durero, que publicó un manual para la construcción de fortificaciones. Dualidad del alma humana de la que dio fe Benevento Cellini cuando, en sus memorias, habla con la misma pasión de sus saberes, puntería y destrozos como artillero que de la génesis de su Perseo o sus trabajos como orfebre.
Así en esa biota de la creatividad humana se cruzan arte y destrucción -¿otra versión del Tapón de Darién?- sintetizados en la simbiosis del arte de la guerra, título e idea común a la obra de pensadores y escritores de oriente y occidente, siempre matizados con las ideas de Víctor Hugo, porque la historia de la literatura universal empieza con una guerra y la destrucción de una ciudad.
Tras las huella de “el arte rey”, imposible no pensar en las historias que relatan esculturas, tallas y vitrales de las catedrales góticas, o las que rescato de mis incontables visitas al bien cuidado, mantenido y documentado con videos, friso del Partenón en el British Museum -soy partidario que permanezcan allí, ¿y qué?-. Este último enriquecido luego de ver reproducciones de Lawrence Alma-Tadema referidas a la Grecia clásica, sobre todo su Fidias mostrando el friso del Partenón a sus amigos. Por eso pienso si, al igual que los coloridos relatos de los vitrales de las catedrales góticas, ese friso no era, para la imaginación de la época -y lo que John Berger describió en su libro Modos de ver (Ways of seeing)- una forma de lo que hoy llamamos “realidad virtual”.
En 1912, luego de años de estudio, en particular de la zona del Istmo de Panamá y el Tapón del Darién, que hace unos 60 millones de años unió dos continentes separados, el geofísico alemán Alfred Wegener fundamentó su teoría de la deriva continental. Esto explicaría por qué hay jaguares, pumas, colibríes, caimanes y orquídeas en América del sur y del norte.
De la misma manera, en ese paso de la arquitectura a la literatura, el pensamiento de Víctor Hugo glosa la reflexión de Simónónides de Ceos “la arquitectura es poesía muda y la poesía arquitectura que habla”. Porque, desde el comienzo de la civilización, las grandes construcciones de los hombres han reflejado su cosmovisión, pirámides, carreteras, acueductos, catedrales, estaciones de ferrocarril, rascacielos; otro tanto han hecho artistas y escritores. Todas, a su manera, reflejan ways of seeing de cada época, vistas con ojos de sus contemporáneos y recreadas y puestas en contexto con cada generación que los sobreviene.
Al final de la película Blade Runner -la versión de Ridley Scott de 1982- el replicante Roy Batty, ante la inminencia de su muerte, le dice a Rick Deckhard aquella inolvidable frase de despedida: “I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhauser gate. All those moments will be lost in time... like tears in rain... Time to die” (He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión, He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Hora de morir).
Blade Runner está ambientada en un futuro de noviembre de 2019, un mes antes de que empezara la pandemia Covid-19. Será por eso que, al verla se tiene la sensación de que la película fue filmada hoy y no ha envejecido, tal la intensidad de sus imágenes y contemporaneidad de su estética.
A esta manera de ver, narrar y plasmar una obra de arte que perdura durante generaciones, Gaudí la llamó “tridimensionalidad angélica”.
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