Los libros se parecen a los humanos. Cambian con los años y maduran para volverse más sabios o volverse más estúpidos; algunos no superan la justa o injusta criba de generaciones posteriores, que los arrojan –con o sin razón– al olvido. Dentro de estas sinrazones, con razón o sin razón, títulos y contenidos pueden sufrir alteraciones que cambian el espíritu de la época o la ideología de su autor.
¡Maravilloso! A mediados de septiembre 2023, los miembros del jurado del prestigioso premio Goncourt, seleccionaron, para la primera lista de candidatos, la novela Que nuestra alegría permanezca (Que notre joie demeure) del quebecois Kevin Lambert. En ese momento, y antes de meter el dedo en el ventilador, ignoraban que el autor perpetra la colaboración de sensitivity readers o prontuariados censores de textos, para depurarlos de “incorrecciones políticas”.
Esta abyecta práctica es común en Estados Unidos y Canadá, en el caso de la patria de Kevin Lambert ya hubo, en 2021, un amasijo en las bibliotecas de las historietas de Tintín y Astérix por entender que daban una imagen denigratoria de “nativos americanos” -gloso a Manuel Vicent: “no pongan sus sucias manos sobre Tintín ni Astérix”- que fueron quemadas o enviadas a reciclar. Y dos años antes, a un mes para las elecciones generales en su país, Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, tuvo que disculparse en un auto de fe con la estulticia colectiva, por su herejía “racista” de disfrazarse para una fiesta estudiantil con un turbante y el rostro maquillado de negro, cuya foto ya circulaba por la redes.
Esta pandemia de ánoia, ya había llegado a Europa en 2020, cuando Diez negritos de Agatha Christie fue cambiado, a petición de los herederos de la autora, por Eran diez debido a “la connotación racista del título”; pronto cayeron en la redada las novelas de James Bond, Matilda y Charlie y la fábrica de chocolate; “no pongan sus sucias manos sobre Ian Fleming ni Roald Dahl”.
Hasta ahora se ha salvado por un pelo -mejor, “una mota”- Otelo el moro de Venecia, que bien puede devenir en Otelo el beréber de Venecia, y el primer libro de cuentos de Alberto Laiseca que, podrá metamorfosear para las futuras generaciones en: Matando ciudadanos de estatura sensiblemente menor a la media a garrotazos.
Pero Shakespeare viene escapando con un hilo en una pata, a mediados de agosto de 2023, Ron de Santis, gobernador de Florida -“gran aliado de Donald Trump”- dictaminó que solo se podrán leer en clase determinados fragmentos de obras teatrales como Hamlet o Romeo y Julieta, escogidos por no tener contenido sexual o racial.
Shakespare no es el primer clásico de la cultura universal censurado en Florida; en marzo 2022 la directora de un colegio de Tallahassee, capital del estado, tuvo que renunciar a su cargo por mostrar a sus alumnos de 11 y 12 años imágenes del David de Miguel Ángel, que algunos padres consideraron “inapropiadas”.
Y antes, en 2015, leí que, en el Rijksmuseum de Holanda había puesto en marcha un proyecto “políticamente correcto”, cambiaría en los títulos de obras de arte los términos “indio”, “negro”, “moro” o “enano” que deberían ser eliminados en 2016 -el condicional es porque no me he molestado en averiguar si la disposición se concretó.
Pese a estos (des)propósitos, la potencia de algunos textos, hace que florilegios de muchos de ellos sobrevivan a censuras; la obra del poeta latino Ovidio fue un claro ejemplo, en particular su Metamorfosis, libro que, después de la Biblia, ha inspirado a más pintores y escultores -el mármol Apolo y Dafne de Bernini es, a mi criterio, el acmé de la escultura- y no solamente a plásticos, su huella figura en Don Quijote y en Romeo y Julieta-. Esto fue posible gracias a que Metamorfosis sobrevivió al oscurantismo medieval a través de los llamados “Ovidio moralizados”, textos retocados según la moral eclesiástica.
En años de la primaria leí uno de estos tardíos “Ovidios moralizados”, Mitología griega y romana de Jean Humbert -1792-1851-, desintegrada luego de infinitas lecturas. A principios de este siglo, cuando había leído y releído Metamorfosis en la impecable traducción prologada y anotada de Consuelo Álvarez y María Rosa Iglesias (Cátedra, 1999) encontré en una librería de Quito, una edición en tapa blanda de Jean Humbert -la mía, la desintegrada, era tapa dura encuadernada en tela- de Gustavo Gili, México. Que Metamorfosis y Mitología griega y romana estén juntas en la biblioteca de mi departamento en Plaza Italia, es un homenaje a la resiliencia de Ovidio en tiempo y espacio.
Tengo, en un cuaderno de notas, pegado un artículo de El País de Madrid de 2011 -¡o tempora o mores!, hace añares que ese diario no se edita en papel en nuestro país-. En ese artículo se habla de un so-called profesor de literatura de una universidad de Alabama que había leído varias veces Las aventuras de Huckleberry Finn para llegar a una conclusión digna de Carlos Argentino Danieri; la palabra nigger aparecía 299 veces. Trascartón, una editora del estado de Alabama resolvió publicar su edición políticamente correcta, donde la palabra nigger fue cambiada por “esclavo”. Una de las argumentaciones de este homínido letrado fue que su hija tenía como mejor amiga a una afroamericana -le faltó agregar a este siluro: “no somos racistas, mi hija tiene una amiga afroamericana”- que no podía leer Las aventuras de Huckleberry Finn porque le molestaba la palabra nigger, tengo para mí que no podía con él porque se aburría, y esto tampoco es un problema; no creo que hecha la sustitución de nigger por slave, el libro fuera más del agrado de la amiga de color -“de color, negro” dijeron Les Luthiers en El Manuela’s Blues.
Hace veintidós siglos, Luciano de Samósata, escribió un ensayo premonitorio: “Acerca de los sacrificios”, donde vaticina el peligro que conllevan creencias religiosas extremosas -por aquella época no existía el más adecuado neologismo “fundamentalista”- que engendran censuras como punto de partida a la violencia -Hipatia de Alejandría, masacrada por una turba de una de las tantas variantes del cristianismo, daría fe de ello- cuando concluye: “…acciones y creencias de este tipo por parte de la mayoría, que necesitarían de la crítica de un Heráclito y un Demócrito; el uno para reírse de su ignorancia; el otro para deplorar su estupidez”.
En este párrafo el traductor anota el juego de palabras, intraducible al español: agnóia, en griego significa ignorancia (carencia de conocimiento o gnosis) y ánoia, estupidez (carencia de mente o nous).
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